(España, 2017)
Hay artistas (en este caso, un cineasta) tan libres que se atreven con cualquier cosa, incluso con historias que, a priori, no van a gustar a todos, o sólo a una minoría. Ya lo hizo en su anterior película (aquella oda a la extrañeza más cruda que fue “CANÍBAL”), y ahora vuelve a retorcer a los espectadores con una película turbia, de personajes extraños o directamente chocantes que, al interrelacionarse entre ellos, producen un mosaico de la realidad española más casposa (esa España de la Pantoja, sí. Nunca mejor dicho).
Es una película extraña, sí. Pero muy inteligente. Que engancha poco a poco y a medida que van pasando los minutos. Y uno queda atrapado en ella y quiere saber más y te das cuenta de que posees la misma mirada voyeurista de su protagonista. Y terminas preguntándote (aunque no te vayas a dar una respuesta porque a lo mejor no la soportarías) por las mismas cosas que se pregunta el protagonista y sientes hasta la misma curiosidad maniática, enloquecida y delirante. ¿Por qué? Porque, en el fondo, todos tenemos dentro esa cosa (que puede llegar a ser tan malvada) llamada curiosidad.
Es una película crítica que no se corta en enseñar esa España profunda, la de la intrahistoria unamuniana pero con otras intenciones -o a lo mejor no-, que se empeña en no desaparecer nunca. La España del arribista, del mentiroso, del idiota que se cree por encima, la inculta, la envidiosa, la putrefacta que se aprovecha del otro para conseguir los propios y egoístas fines sin que importe tener una ética.
Interpretada por un soberbio, amenazador y delirante Javier Gutiérrez que sostiene con su mirada (nunca mejor dicho) toda la película, la historia se va deslavazando a través de los contrastes entre los personajes y de los giros sorprendentes de un guion tan modélico como inteligente y siniestro.
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