La gran película española del año es esta. Su motivo principal: la humildad con la que hace su retrato de una forma de vida en pura e inevitable desintegración. Esa humildad alcanza cotas altísimas de cine realista, casi (igual habría que quitar el “casi”) en tono documental, que se eleva a representación del mundo (el campesino) en su estado más auténtico e indiscutible.
Esa humildad tapa lo que realmente es esta hermosa apuesta cinematográfica y que puede sonar a contradicción, pero para nada lo es: su ambición artística. Todo en ella está solapado, incluida una escritura de guion que es prodigio en invisibilidad, pero que otorga a todo una catadura profundísima en significados y en riesgos artísticos.
La cámara dibuja la historia de una familia (abuelos, padres, hijos, primos, cuñados y tías) que vive en su edén particular justo en el momento en el que el progreso y la deslealtad política intentan arrasar ese mundo arcádico. Hay veracidad en cada escena y en todos y cada uno de los personajes (descritos con sutileza y escasa gama de recursos, pero suficientes como para otorgarles una entidad maravillosa y, a todas luces, emotiva y empática. Las diferentes edades vitales, con la infancia a la cabeza, quedan radiografiadas con asombrosa astucia y hermosa espontaneidad). Y esa verdad que la cámara capta con penetración y mucho talento, va calando poco a poco en el espectador, que descubre la fragilidad de la vida, de nuestros sueños, del mundo cambiante en las imágenes de una película que se aparta de los usos y costumbres del cine comercial.
Mención aparte merece el grupo de actores no profesionales: gente corriente, gente normal, gente que uno se cruza sin apenas prestarle atención. Todo el grupo (a modo de coro) consigue que la humildad y la verdad de la película estallen en imágenes imperecederas cargadas de emociones que no se ven porque la cámara las capta por dentro. Así es el cine de Simón: pura interioridad y agraciada bravura.