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“MARIA CALLAS” (Italia, 2024), de Pablo Larraín

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El director chileno Larraín cierra aquí su trilogía sobre tres icónicas figuras femeninas del siglo XX. Empezó con “JACKIE” (2016, sobre la esposa de Kennedy y para mí la mejor de las tres), luego estrenó “SPENCER” (2021, sobre Lady Di) y ahora estrena “MARIA CALLAS”. Las tres películas se centran en unos días de las tres mujeres, ninguna pretende contar una biografía completa de ellas.

Hay algo innegable en esta última: la impresionante interpretación de Angelina Jolie, una actriz que jamás ha sido santo de mi devoción, pero he de reconocerlo: está inmensa como Callas y la academia de Hollywood comete otra de esas injusticias morrocotudas dejándola fuera de la carrera del oscar porque ni siquiera está entre las cinco finalistas (hay nominadas este año que hacen interpretaciones infinitamente inferiores a la de Jolie).

La película de Larraín se centra en los últimos días de la diva de la ópera y recurre de vez en cuando, mediante flashbacks, a momentos del pasado del personaje. El director chileno ha apostado por un tono cuasi místico, etéreo. Esto puede echar para atrás a muchos espectadores pues se puede confundir con una película sin ritmo, lenta o demasiado parsimoniosa. A mí me ha encantado ese tono, que dota a la película de una elegancia como incorpórea o metafísica y que invita al espectador a que contemple en lugar de palpar, como si el personaje mítico fuera el cuadro de la Gioconda y no nos estuviera permitido acercarnos para tocarla. En este sentido, el director nos regala una película osada, no apta para público inquieto e impaciente. Las imágenes se suceden y vemos en ella a la Callas moverse como si levitara y así contemplamos, metaforizada, la fragilidad de una mujer que tuvo un don preciado, pero en el fondo fue una desgraciada en un mundo no preparado para alguien como ella. Por eso solo encontraba la tranquilidad cantando con el corazón. Esa voz fue un don, por cierto, que la mantuvo atada a una leyenda demasiado aplastante y abrumadora. De ahí la tristeza de sus últimos días cuando la vemos intentando recuperar una voz que ya no es la del pasado: el mito se muere como cualquier ser humano. Y es esa inevitabilidad la que nos susurra desde la pantalla todo el rato.

Hay en toda la película una atmósfera de tristeza muy lograda e íntima y no solo cuando contemplamos a la diosa enferma y enganchada a las drogas para mitigar sus dolencias. Esa tristeza se plasma en la película mediante una fotografía (que debería ganar el oscar, única nominación de la película) de colores melancólicos que estallan en la pantalla con una abstracción artística conmovedora. Y que nos ofrece un retrato icónico que parece como que el director y el fotógrafo se negaran, pese a la decadencia física y psicológica evidentes, al descenso final de la deidad.

Es una película que quizá (y es el único defecto que le percibo) sea demasiado fría, pese a lo que narra. No terminé de caer rendido ante ella por esa sequedad de planteamiento y resolución, que sé que es intencionado, pero acaba ahogando a una película que lo tenía todo para emocionarme hasta las trancas y solo lo logra en momentos puntuales. Aún así es una película hermosa en casi todo lo demás: su diseño de producción es fantástico y contemplar a la Jolie es uno de esos placeres inmensos que (solo muy de vez en cuando) te regala el cine cada cierto tiempo. De verdad que ella está espléndida en una contención que, sin embargo, estalla en una dilatada progresión de emociones. Se agradece tanto una entrega de este tipo en un intérprete. Bravo, actriz.

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