
Es una hermosa película. De esas que uno dice todo el rato (y lo seguirá diciendo cuando la recuerde): pero qué cosa más bonita es. Hay belleza en sus formas: muy atentos a esa embriagadora delicia que es su fotografía y eso que tampoco desmerecen ni el vestuario ni la dirección artística. Sí, entra por los ojos esa lindeza y esa perfección estilística que nos retrotrae a una época concreta (finales de la Segunda Guerra Mundial) y a un espacio que queda retratado a la perfección: un pueblo de montaña en los Alpes italianos.
Luego está la galería de personajes que retrata. Los de la familia y los lugareños que rodean a esa familia. Un personaje colectivo producto de una época concreta. Seres humanos repletos de ternura, de aristas, de desgracias, pero, y sobre todo, de autenticidad: los palpas y los reconoces, intuyes que podrían ser reales por cómo resplandecen en una pantalla que se llena de naturalidad y muchas verdades. Yo he visto a mis padres, a mis tíos, he imaginado en ellos a esos abuelos míos que no conocí. Tal es la veracidad que desprenden, tal es la radiografía humana que son en realidad, por muy entes de ficción que sean. Esta eficacia la da también esa mezcla de actores y de personas lugareñas
Luego está el guion, que es como una especie de fábula íntima sobre una comunidad de vecinos y que recoge la vida tal cual uno se la imagina en esa época. Una fábula minuciosa en detalles, que, aunque cuenta tragedias varias (esas que ocurren en nuestras cotidianidades más íntimas), nunca deja de lado la contención y, así, lo que la pantalla irradia es una textura como la de los cuentos tradicionales que se transmiten oralmente y de generación en generación. Por eso parece una película ya vista (y esto es un piropo, no una crítica) por lo que tiene de experiencia extendida o universal.
Y, finalmente, está ese soberbio trabajo de dirección. Y digo soberbio porque lo que hace la directora es encaje de bolillos en varias facetas: en el juego magnético y maravilloso de la elipsis, en el tono de naturalismo poético (las escenas están repletas de símbolos o metáforas visuales), en ese finísimo (y tan desgarrador o tierno) humor que destilan muchas situaciones, en la dirección de los actores (a los que les capta gestos que son pura penetrabilidad psicológica), en el uso de los silencios que gritan tantas cosas y, por último, cómo logra magia abrumadora en la mixtura de todo lo anterior. Sólo hay que fijarse en cómo filma el paso de las estaciones del año para darse cuenta de la enorme capacidad fílmica que gasta esta señora. Es una película que suena a música contenida, pero muy intensa en significaciones.
No sé si en todo el 2024 se ha estrenado una película más tierna que esta. Yo me atrevería (obviamente no las he visto todas) a decir que no. Y esa ternura resulta conmovedora. El espectador la contempla feliz, satisfecho y muy agradecido por ese cúmulo de sensaciones y sentimientos que, finalmente, estallan mientras se está contemplándola.
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