En las imágenes que he puesto para esta entrada hay un chaval de 28 años que sonríe en todas las fotos mientras le rodean los primeros alumnos que tuvo en un aula. Las fotos son de la fiesta de despedida que me organizaron el día que la profesora que yo sustituía se incorporó tras su baja laboral.
¿Qué queda de esa sonrisa del docente aquel que fui?
Quizá todo se pueda resumir en cómo he aprendido a ser tolerante ante la frustración. ¿O camuflo esa frustración que, en realidad, no tolero ni me llevo bien con ella? Tengamos en cuenta que la frustración es una emoción que nos negamos constantemente y que la sociedad no acepta y, además, ésta nos niega la capacidad de aprendizaje que sale detrás de cada cosa que no es como nos gustaría. Y como a mí me gusta ir contra los límites de la sociedad y como me gusta aprender de todo lo que me pasa, acepto mi frustración como docente después de 25 años entrando en las aulas. Así que sí: este es el resumen de mi vida laboral: hoy soy un docente frustrado y un docente desencantado.
Han pasado 25 años. Muchas batallas en las aulas y en los variados institutos en los que he estado. Muchos cambios de leyes educativas a cada cual más sangrante y que atentan contra todo futuro mejorable. Sumemos a esas leyes deleznables los recortes en educación, el peso del papeleo burocrático con el que tenemos que lidiar cada día (una burocracia inútil, inane, descerebrada, farragosa, infructuosa y absolutamente aburrida) y, por si fuera poco, la cuestionada autoridad del docente, que está bajo mínimos o directamente no existe ni se la respeta. Todo lo anterior ha convertido mi labor profesional en un trabajo donde prima el desengaño que tiene mucho que ver con el fracaso escolar que cada vez es más despiadado y con índices tan elevados como resbaladizos. ¿A alguien le importa este fracaso, esta caída en picado en el pozo del analfabetismo funcional? No me den la respuesta, por favor, que aún podría hundirme más.
Pero volvamos 25 años atrás, a mi primer día en la docencia: entré al instituto repleto de ilusiones, sintiendo esa cosa ingenua de que los sueños se cumplen y que luego uno los mejora en la realidad. No sabía yo, cándido de mí, lo que me esperaba: aulas masificadas, cambios constantes de los sistemas educativos (a cada cual más esperpéntico), desvalorización y desprecio progresivos del docente (por parte del sistema y familias)… ¡Ay, diosantobendito!
Sin embargo, no me olvido (y lo tengo muy claro esto) de la parte positiva de todo: ver cómo mi trabajo ha dado frutos en alumnos que me aportaron más ganas de enseñar; aprender a aprender cosas que no sabía que tenía que realizar en un aula y que me pusieron las pilas enseguida para querer formarme en los múltiples cursos que comencé a hacer para seguir estudiando y cultivándome; el disfrute de bucear para investigar nuevas estrategias, nuevos métodos o conseguir mejores apuntes; encontrarme con asignaturas nuevas (teatro o la literatura universal, por ejemplo) que me obligaron a explorar más todavía y a ampliar mis conocimientos y lecturas; dar a conocer autores y obras de la literatura que me habían marcado; hablar de libros concretos, de párrafos o versos que me siguen erizando la piel… Tantas y tantas cosas que aún me hacen levantarme por las mañanas con una sonrisa cuando suena el despertador (de verdad que todavía me despierto y sonrío). Aunque, lo reconozco: la ilusión la he perdido a lo largo del camino recorrido estos 25 años. Y esta circunstancia me ha convertido, sí, en un profesional, en un cumplidor, en un preparador o en un docente indecente que se salta muchas veces las leyes y los sistemas y se los pasa por el forro y que cuando viene alguien de inspección sabe estar en el momento y soltar educadamente los “sí, claro”, “por supuesto”, “mismamente”, “totalmente de acuerdo”, “faltaría más”…, y que cuando vuelve a clase, cierra la puerta y se dedica a esperanzar, seducir, animar, fortalecer, defender, vigorizar, preservar y hasta a convencer de que lo que les muestro en clase merece la pena a unos grupos de adolescentes a los que la vida de hoy les está haciendo muy pocos favores. Y, si de paso, logro que algunos de ellos se lean unos cuantos libros… la ilusión no estará, pero la felicidad no me la roba nadie por el logro conseguido.
He pasado por cerca de veinte centros, estuve ocho años de interino y llevo ya diecisiete con mi plaza definitiva. He vivido de todo, situaciones que poca gente soportaría o que no creería directamente. Momentos de felicidad y gozo absolutos corrigiendo algunos exámenes, redacciones o comentarios o contestando preguntas de algunos adolescentes inquietos. Enfados monumentales, desprecios inmerecidos, regalos de mis alumnos alucinantes y miradas (sobre todo, miradas) bonitas, ingenuas, esperanzadas, limpias, anhelantes o confiadas. He conocido gente para olvidar, pero también personas que ahora son amigos o compañeros con los que me iría a una isla desierta a recomenzar el mundo (utopía, por supuesto). Hasta dos de mis mejores amigos ahora mismo fueron alumnos míos hace 20 años.
A día de hoy, haciendo este recuento, me quedo con una cosa, una sola de ellas. Y es que en estos 25 años que llevo entrando a las aulas he podido mostrarles y darles a conocer en lecturas completas 286 libros (apuntados los tengo, uno por uno, en una libreta), 286 obras literarias de todos los tipos y géneros y épocas. He logrado que adolescentes esquivos abran un libro o me escuchen leer una hora a la semana con ellos páginas y páginas de todas esas lecturas. He logrado que adolescentes ariscos lean. Que adolescentes heridos, lean. Que adolescentes torturados, lean. Que adolescentes adictos a las tecnologías, lean. Que adolescentes perdidos, lean. Que adolescentes ávidos de descubrimientos, lean. Me quedo con esto. Y me seguiré quedando con esto cuando la política bondadosa (es un decir) me permita jubilarme y descansar.
Así que sí: tengo incrustados la frustración y el desencanto laborales. Cómo no sentirlos con la que nos ha estado cayendo estos 25 años. Pero también tengo almacenados ciertos principios que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida laboral y personal: ser docente no es una artesanía fácil. Instruir a adolescentes es una ocupación complicada; de hecho, es mucho más que una tarea porque en nuestra labor se suman muchos encajes: condiciones, valores, conductas, estrategias, modernización, cultivo e implicación. Y creo que los tengo presentes todos y cada día. Sin esas tareas, estoy seguro de que me habría ahogado hace mucho tiempo ya. Y no, no me da la gana asfixiarme ahora que tengo 25 años más y un bagaje, que para bien o para mal, han construido a este Salva profesor que he logrado ser.
Ahora trabajo sin aquella ilusión primigenia, es cierto, y me apabullan las frustraciones y los desencantos, sí. Pero todavía creo que puedo encontrarme algunas caras enfrente que actúen como esponjas y que me sonrían cada vez que algo que les digo les sirva. Y para eso he entrado siempre en las aulas: para repartir algo que alguno lo pueda aprovechar. Como yo me he aprovechado de todo lo que esas caras (y han sido muchas hasta ahora) me han aportado a mí. Creo en los impactos mutuos, por encima de las leyes educativas vergonzosas.
Así que, querido Salva, felicidades y… ¡p´alante!
🤩 Eso, siempre p'alante!!!