LA PEQUE DE MI CASA CUMPLE 10 AÑOS
Parece mentira, pero el tiempo sí que es verdad que vuela y que corre demasiado. Nunca había tenido la sensación de esa velocidad hasta que me convertí en padre: es desde ese instante cuando todo empezó a transcurrir casi a la velocidad de la luz. Y uno pone en consciencia que no estamos prevenidos contra lo irreparable.
Mi rubia, esa que me gana todas las batallas verbales desde los dos años -que fue cuando soltó su primera frase completa y con sentido: “Papá, quiero un selfi”-, cumple su primera década de vida. Ay, esa niña ya preadolescente.
Es la primera vez que me ha dicho (alto y claro) que no quiere juguetes. Como regalos ha querido ropa y novelas manga. La ropa, por supuesto, la ha elegido ella. Sus deseos son órdenes para mí. Menos mal que de libros entiendo algo y que sé bucear en el océano del manga y voy a darle alguna sorpresa que sé que le va a encantar.
Yo estoy enamorado de ella y que digan lo que les dé la gana todos aquellos seguidores de Freud. ¿O es que existen los papás que no están enamorados de sus hijos? A mí me gusta sentir este amor, saber que lo tengo instalado en mis adentros: me reconforta y me alegra los días, me da mucha paz y me hace sentir mucho orgullo. Querer y sentirte querido nos concede algo así como un diploma de presencia en el mundo: uno existe más cuando lo quieren y puede querer a alguien. Así que mi rubia Vega (y mi hijo Greg) me han regalado existencia. Cómo no estarles agradecido. La paternidad ha alimentado mi espíritu, también mi pensamiento.
Creo, sinceramente, que no se habla lo suficiente de la influencia que despliegan nuestros hijos en nosotros. Se habla de la que nosotros ejercemos sobre ellos, la herencia biológica y determinista que les dejamos como legado y tal. Pero, ¿y ellos en y a nosotros? Yo tengo muy claro que mi niña (y mi niño) -todavía puedo llamarlos así- me han hecho si no cambiar, sí evolucionar, igual que lo hace un personaje en una novela. Yo no sería el que ahora soy sin ellos en mi vida. Y, de verdad y con el corazón lo digo, soy mejor persona gracias a ellos. O al menos más consciente de muchas cosas mías, de mis interioridades desnudadas en mi conocimiento.
Lo bonito, lo más precioso de ser padre, son los comienzos. Con los hijos estamos comenzando casi cada día, tal es la velocidad a la que llegan las distintas etapas que nos tocan en esto de la supervivencia. Cada comienzo, una nueva aventura, un palacio encantando que hay que visitar. Ay, esa vida doméstica que hay que domesticar con el aprendizaje porque todo es aprendizaje en la paternidad. Siempre hay algo que contar como padre, qué poder ese el de los hijos, que te obligan (qué maravilloso aquí el verbo obligar) a intervenir en otras vidas, tan ajenas, pero tan tuyas también. Todavía mi hija me presta atención, aún me queda (poco) de esto, pero lo aprovecho (o lo intento conscientemente). Y quiero ser una influencia silenciosa, no atosigante (no sé si esto lo consigo, pero lo intento). Una influencia en el sentido de contribución, no de autoridad. Una gramática del cariño me gusta construirles. Es preciosa esa extraña forma que la paternidad exige como lealtad, constancia y sinceridad a tus hijos en todos los movimientos.
No sé qué padre soy para ti, querida Vega, tampoco me he propuesto ser ninguno en concreto. Sólo sé que me convertiste en hombre emocionado y que ojalá aprecies en mí alguna virtud que te pueda servir de espejo. Ya te veo caminar a veces sola en muchas cosas, independiente. Y esto me gusta: tu independencia es ya un talento que admiro y envidio. Ojalá en ese caminar tuyo se me permita auscultarte por un agujerito; yo no me quiero perder nada de aquello que decidas contarme a partir de ahora. Tus secretos serán tuyos y bien estará, esto lo acepto. Pero no me quites nunca el contacto, por muy tenue o leve que sea. Déjame estar allí y define ese “allí” tú misma. Estoy aprendiendo a tolerar tus rechazos, que ya no quieras ni permitas todos los abrazos que me gusta darte; asimilo tu alejamiento ya incipiente (porque me recuerda al que yo tuve con mis padres y que había olvidado). Déjame seguir echándote fotos de vez en cuando, que recoja alguna anécdota de las que compartimos y que tú protagonizas y yo cuento por las redes como recuerdo y como legado que te dejo para que nada se olvide en el limbo de la desmemoria.
Pues eso, mi amor, mi vida: FELICIDADES INFINITAS. Llegas a los diez, qué cifra más redonda para mi niña diez, mi hija diez, mi rubia diez. Te felicito otra vez por las redes (esta vez dejo escritas las felicitaciones en el blog de papá del que tanto te ríes) dejándote como regalo un recuerdo de palabras y fotografías. Es en ellas, en las palabras y en las imágenes que atesoro donde puedo almacenar y archivar todas estas cosas que siento y miro sin que la memoria las desvaríe. Es una manera de jugar contra la lógica de la evocación, que siempre es tan esquiva o mentirosa. Yo intento que los recuerdos sean más fáciles, por eso siempre te dejo estas huellas, para ti, niña mía.
Te quiere,
PAPÁ.
Bellísimas palabras y precioso recuerdo el que le dejas con ellas a Vega!!! Feliz cumpleaños para ti, Vega, de tu fan sevillana. Mil besos, cariño!!!