“DEL DESORDEN Y LA HERIDA”, de Salva Robles / Una novela de nuestro tiempo. Por Emilio Calvo de Mora
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A la literatura hay que ponerle obstáculos, zancadillas sintácticas y morales, traiciones semánticas y anímicas. La literatura merece el menor y el mayor de los respetos. Caso de mirarla con la devoción y la obediencia debida, le hacemos un mal irreparable. La letra, si herida, fluye mejor. La trama, cuando es tangible y vive, exige un cuerpo y se deja morder y hasta sacrifica su parte más endeble, la primera en caer. La palabra, cuando enferma, explica mejor el mundo. Es suyo el destrozo, también la resurrección. La paradoja consiste en el hecho mismo de su fragilidad. No le conviene un status excesivamente firme, sólido, convincente. Le agradan los cambios, las mentiras, el pensamiento salvaje. Escribir es una patología, un tumor dulce, una entrada para asistir al espectáculo del mundo desde el balcón más privilegiado. Para que una novela dure más allá del tiempo que se encomienda a su lectura debe abastecerse de vida, de verdad, de esperanza.
Del desorden y la herida (Talentura, 2024) la espléndida primera novela de Salva Robles, cuenta con ellas, con esa verdad, con esa vida, sabe administrar lo hermoso y lo gris que cada una tutela en su acostumbrado interior. También es la novela del dolor. Se le oye respirar, se advierte su pulso enfermo, el vértigo de su metástasis. No hay que precaverse contra él: hará su trabajo de despiece con premiosa lentitud o preferirá herramientas más drásticas y nos romperá sin que apreciemos su presencia. Si leer es comprenderse a uno mismo y uno está hecho de dolor (de vida, de verdad, de esperanza), esta novela merece ser leída. Más que eso: lo que probablemente desea, si es que las novelas hablan con sus lectores como alguna vez todos los buenos lectores hemos pensado, es que la guardemos, que su historia nos cale y surja cuando se precise, que podamos contar con ella en la zozobra, en la deriva, en la alegría, en la rutina. Cualquier circunstancia valdría para que la hagamos emerger. Hay novelas que no acaban nunca. Siempre me gustó esa frase. Será de alguien. De tan buena que es, ni por mía la tengo.
"Para follar los puedo tener a todos, claro"
(Marta)
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Se prefiere no saber del dolor, desoírlo, si nos afecta. El ajeno, el que no nos incumbe, lo observamos a distancia, nos sabemos a salvo, lo creemos un acto impostado. A lo que asistimos es a una representación suya. La buena literatura logra que todo lo humano nos concierna. Leemos como si fuese de nosotros de quienes se habla. La trama es nuestra trama. Hay lecturas de una intensidad a la que no alcanza la vida. Del desorden y la herida, la (lo registro ahora y lo haré más veces, las que se precisen) asombrosa novela de Salva Robles, es un espejo para quien desee mirarse adrede, con intención quirúrgica, con precisa vocación entomológica, como si se sintiera capaz de extirpar el tumor que lo rompe adentro y buscase con afán los rotos para aplicarles el remedio que los enmiende. No están al alcance, nunca lo están. Si cuesta dar con ellos, más válidos parecerán. Todo lo que exige sacrificio se aprecia más. La vida nos curte con insólita saña a veces. Las vidas que pueblan esta novela coral son tristes y pugnan por zafarse de esa tristeza, son solitarias y anhelan que se las busque para deshacer la soledad, están insatisfechas y se obcecan en procurarse la satisfacción que los ignora. Gema, Samuel, Luismi, Pedro y Marta, en lo que Salva Robles les hace decir, en lo que se calla para que el lector sea un observador afectado y se acerque a uno o a otro, son gente de nuestro tiempo, debemos conocer a muchos que se les parezcan, quizá nos sintamos tan concernidos en lo que viven que se crea estar leyendo algo propio, como si de nosotros mismos fuese el inventario de pesares y de deseos, de circunstancias terribles y de dolores hondos, que esos personajes padecen. Hay mucho padecimiento en Del desorden y la herida. También una honestidad tan sobrecogedora que cuesta pensar que la ha escrito un autor primerizo. Da al dolor una acepción terapéutica, hace que intimar con él sea un bálsamo, un refugio, un asidero, una brújula. Tan sólo por ese hallazgo estilístico, el de no caer en el tremendismo, el de contar sin prejuicios hacia lo contado, valdría la pena el elogio a la literatura contenida en el Del desorden y la herida, novela de verdades aplazadas y de mentiras que las reemplazan, de arrebatador sentido de la prudencia y, al tiempo, lúcida en su descenso al infierno de algunas vidas tan parecidas a las de cualquiera, tan lejanas y tan nuestras. Para construir con verosimilitud toda esa eclosión de emociones, Salva Robles se arroga la elocución de todos los personajes en la prodigiosa segunda parte de la historia, narrando en delicada primera y omnímoda persona y también en la muy breve que cierra el libro. El autor, un demiurgo consciente de la responsabilidad de revelar la intimidad de sus criaturas, muta en ellas, revela cuanto de él se subsume en ellas, se da por concernido cuando esos personajes exhiben sus rotos, que serán previstos, a los que se mira con desde la confortabilidad que provee la ficción, pero a los que concedemos la atención más cercana, el puro asombro, toda la ternura y todo el miedo que nuestro espíritu sepa ofrecer. El resultado de ese procedimiento narrativo es admirable. Qué bien ensamblado está todo. No hay nada que invite a pensar en algún descuido narrativo. Lo que de verdad sucede en el relato es la vida. "Porque no existe esa vida mejor. Esta es la única vida posible", cita de Coetzee con la que Salva Robles abre su novela.
"Hay días de propagación y en ellos no percibes que suceda nada o, al menos, nada relevante; y hay días descarrilamiento en los que todo se altera y hasta se para, igual que aquel día en el que empezó esto".
(Samuel)
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La literatura progresa en la misma medida en que se nubla. No avanza linealmente. A pesar de que las evidencias den idea de una sucesión o de un progreso, lo que hace es desdecirse, recular, volver antojadizamente atrás y luego plantarse en el presente o bosquejar, eso le agrada, el futuro, que es la verdadera zona de confort de cualquiera que se duela de vivir o de leer las vidas ajenas y confíe (ciegamente a veces) en la providencia, en la promiscua benevolencia de lo que está por ocurrir, de todo lo que se ignora y, en esa ignorancia bendita, adoramos. El de la literatura es un territorio muy poco traducible a la lógica del espacio o la del tiempo En cierto sentido (lo pienso todo ahora) las palabras adquieren trascendencia (vigor, pulso, futuro) cuando desobedecen las reglas del juego y formulan reglas nuevas o las censuran todas. Las mejores novelas son las que hacen peligrar la estabilidad mental de quien las lee. Las que malogran las previsiones. Las que duelen nada más abrirlas. Es el dolor el que lee, no nosotros. Es el estupor de sentirnos tiernos o de sentirnos débiles. Quién habrá por ahí que sabe tanto de mí, pensamos. El escritor es un francotirador amable, uno que no se para a pensar en el daño que hace sino en la felicidad que le produce disparar a ciegas. No es un abatir sin motivo. Ni siquiera las lesiones que causa son irreversibles. Leer a Salva Robles es exponernos a que se nos derribe. Se lo pasa uno tan bien siendo el blanco que hasta se envalentona y levanta la mano: aquí estoy, no te olvides de mí. Es ese lector valiente el que demanda al autor arriesgado. Del desorden y la herida es riesgo puro. Mucho de ella podría haber caído en desgracia si otra manera de sentir y de escribir las hubiesen acometido. Exhuma verdad la de Salva Robles. Sin ella, sin su comparecencia delicada, tendríamos un libro más, otra novela sobre la sociedad difícil que nos ha tocado vivir, algún documentado retrato sin hondura ni cercanía.
"Todo interior merece un pozo"
(Pedro)
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Son fantasmas Gema, Pedro, Luismi, Marta o Samuel. Fatigan la vigilia, pero están en un sueño. Caminan entre los que caminan, pero no avanzan. A tientas, con ciega obediencia, cumplen el recado de la realidad, pero no están en ella, la ocupan desde afuera. Como espectadores. Como autómatas. Cansados, perplejos, incapaces, los cinco son multitud, son legión, son el mundo. El miedo a la verdad los lastima más que el miedo mismo. "El presente es un auténtico festín de ese fracaso". Del futuro no saben nada, quién sabrá. El pasado es un fardo y tienen las espaldas frágiles. El desorden del título es una extensión de la herida que lo acompaña. Para que el orden suceda, se dicen las cosas con enternecedora o brusca o hueca sinceridad. Se les oye hablar sin que abran la boca. Cuanto piensan, a poco que se esmeran en dar con las palabras exactas, les hace obligarse a pensar más. De esa febril actividad, en ese monólogo interior, Salva Robles escoge las partes trascendentes (los vaivenes del corazón, el derrumbamiento del ánimo, la leve insistencia de la esperanza) y hace emerger sin que se descomponga el conjunto las en apariencia irrelevantes (llevo el mismo vestido que en nuestra segunda cita, unas referencias al Joker o al cierre de El guardián en el centeno o al Heisenberg que llevaba dentro Walter White, estados del Whatsapp), pero no deben contemplarse con ligereza: no hay nada que no converja hacia un punto de absoluta dureza, uno que parece guiar toda la novela: el de la incomunicación, el de las pérdidas irreparables, el de la voluntad herida y más tarde vencida por los rigores de la existencia. Y cómo se ensaña con todos ellos, con qué dureza los zarandea, qué artera y cumplidora es su cabeza mezquina y ciega.
"Pues no, la soledad no la elegimos"
(Luismi)
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Este lector agradecido quiere hacer valer un mérito en la confección de esta novela, uno enteramente atribuible al pulcro dominio de un estilo. Se aprecia de modo consistente en los diálogos, que ocupan un extenso territorio en la historia narrada. Quien se ha atrevido a formularlos sabe qué difíciles son y cómo su desatención o su fracaso pueden malograr las bondades del resto del paisaje. Es una novela dialogada, plural en todas las voces que la atraviesan, coherente y resistuosamente integrados. Del desorden y la herida habla de bullying, de infidelidades, de lejanías, de tristeza y de resurrecciones. Siendo una novela tan tangible, de peso narrativo limpio y honesto, es turbia, también necesaria. Su lugar es el del ahora; su porvenir, el de ciertos clásicos que resisten el tráfago de las épocas y se conminan a perdurar. Los personajes que la pueblan, no muchos, prodigiosamente volcados, tiemblan cuando la vida los conmueve o los hiere y nos hacen temblar por idénticas circunstancias. Se tiene de lo leído la idea de que nos va a acompañar, incorporado a nuestra identidad, concernidos como lectores a extraerlos de su letargo cuando la realidad los nombre. Y la novela no acaba nunca. Ni nosotros tendremos gobierno sobre cómo aparecerá tras haberla olvidado, ni cómo se pierden las cosas y unas reemplazan a otras hasta que algo extraordinario las hace regresar, hacernos pensar, hacernos aprender a vivir.
"Y entonces volar. Esto quiero"
(Gema)
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