PRÓLOGO ANTES DEL DÍA 1
Es pronto para hacer balance. Pero quién controla al pensamiento, ¿alguien lo logra? Ya estuve en un hospital hace diez años y no, no fue lo mismo. Con diez años menos uno veía todo con otra perspectiva, pero han pasado diez años, he sobrepasado la barrera de los 50 y ya gasto 51 años. Y sí: todo es de otra manera. Estos días me han hecho cientos de pruebas, me han sacado sangre a diario, varios tubos, muchos algunas veces, tantos que pensaba que no era posible tener tanta sangre dentro. Me han puesto cables, me han hecho radiografías y hasta estuve con dos sonografistas (dos mujeres que hacen ecografías) más de cuarenta minutos soportando sus minuciosas exploraciones mientras yo me sentía casi como debe sentirse una mujer embarazada, pero sin la alegría del hijo venidero y sí con el miedo de a ver qué tipo de hijo malvado me descubrían dentro a mí. Me han puesto en pelotas dos doctoras amabilísimas y han explorado cada centímetro de mi cuerpo y me han hecho cientos, millones de preguntas una y otra vez.
Llegué a urgencias tras 26 días con fiebre, una fiebre extraña, no muy elevada (tres veces sobrepasó o alcanzó los 38 grados). Febrícula lo llamaba mi doctora de cabecera, fiebre a secas la doctora que me ha atendido en el hospital durante mi ingreso.
Mi cuerpo ha tenido la visita de un virus extraño (igual sigue dentro de él, aún quedan pruebas por hacer dentro de 15 días). No se llama COVID, ese virus tan famoso, no; es otro que aún no tiene nombre, quizás no lo tenga nunca e igual que invadió mi cuerpo, se marcha a otra parte cuando le dé la gana. Pero, mientras, ha logrado despertarme la conciencia.
Me he hecho mayor.
Eso es lo que me dice la conciencia desde hace cuatro días.
Cada minuto que he pasado en la habitación del hospital, junto a un hombre amabilísimo de 87 años que tosía mucho (el pobre) por las madrugadas. Que he llegado a los 51 y que mi cuerpo ya no es el que era. Me han descubierto, mientras intentaban averiguar qué virus me causaba la fiebre durante tantos días seguidos, otras patologías que nunca había tenido: colesterol, la tensión descompensada, cefalea, bazo e hígado inflamados. Yo no era ese hace diez años, ni hace veinte, ni hace cinco meses. Ahora sí soy ese.
Me he hecho mayor. Ese soy ahora.
Es verdad, esto suena a victimismo, claro. Lo entiendo. La gente lo va a pensar. No, no es eso: es que soy consciente, por primera vez, de que, sin ser ningún viejo, pertenezco a la tercera edad inexorablemente y esto es "impepinable".
Me hice mayor. Te has hecho mayor, Salva.
Y mi cuerpo ya muestra achaques que antes no tenía. Han llegado. ¿Te acuerdas de papá, de mamá? Esta pregunta mi mente se la ha hecho varias veces estos días. Me he acordado de ellos, de sus achaques. De lo que yo veía de pequeño en casa: el azúcar de papá, las taquicardias de mamá y luego el alzhéimer paulatino, la demencia senil de golpe de mis progenitores, aunque esto último cuando eran bastante más mayores que yo ahora. Pero lo otro, los achaques, los tuvieron con mi edad de ahora. Y yo ya estoy como ellos. Qué habrán pensado estos días mis hijos Greg y Vega. No han podido verme y hemos hablado cada noche por teléfono, yo los llamaba a las diez en punto. Qué verán ellos en mí a partir de ahora. Verán lo que yo vi en mis padres y no supe qué era entonces. E igual que yo, mis hijos lo comprenderán dentro de muchos años. Pero ya están percibiendo lo que percibí con su edad: papá se ha hecho mayor.
Ya no es un murmullo, ni siquiera una meta lejana.
Es el eco de algo cuya repercusión ignoramos.
Un contrato pactado que uno no ha firmado nunca.
Pero qué bien que hayas llegado, dirán algunos: los entusiastas, los positivos, los felices, los ciegos, los bucays y coelhos del mundo. Claro. Ellos son así. ¿Y los que no lo somos? Pues estamos, yo ya lo estoy y he puesto conciencia estos días, en la realidad: me he hecho mayor.
Hacerse mayor es como un monólogo. Eres tú frente al tiempo. Eres tiempo que ya no puedes retirar. También es un lenguaje propio que hay que ir aprendiendo, aunque no te hayas matriculado de esa asignatura: la cursas por obligación. Materia troncal hacerse mayor. En unos años, te examinas de nuevo en la Selectividad (del tiempo, claro). Otra vez.
Por desgracia, para recordar el pasado uno tiene que vivir en el presente. Hacerse mayor es un cuento cruel. Bueno, me digo, los cuentos infantiles también lo eran, así que estás acostumbrado a este tipo de cuentos.
Me trajeron libros, el portátil, me llevé mi novela para corregirla, muchos datos en el móvil para ver series o películas.
Nada de eso he hecho.
Sólo podía pensar en que me había hecho mayor.
“Nada va a cambiar mi mundo”, cantaba Lennon. Mentira, John. Eres un mentiroso. Bastan 26 días seguidos con fiebre para que el mundo, tu mundo, se modifique.
Y al sentir que me he hecho mayor, otra cosa estaba al lado: recordar lo solos que estamos. Da igual la gente que te quiera, la gente que se haya preocupado, la gente que te llamaba o te ponía mensajes. Da igual. Uno estaba allí solo frente a los cables, la sangre, los termómetros, las analíticas, el jarro para orinar el pis que al día siguiente se llevaban para analizar.
Escribe Kureishi en “INTIMIDAD”: “Quiero decir algo: las cosas son así y punto”.
Pues yo digo lo mismo: en el hospital he sentido que me hice mayor y punto.
Mañana contaré el primer día en el hospital o lo que sea que me salga de la cabeza.
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