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DIARIO EN EL HOSPITAL (2)


DÍA 1: Domingo 6 de junio


Cuando escribes sobre algo, el mero hecho de escribirlo ya lo hace importante (algo parecido creo que dijo Richard Ford y a mí se me quedó grabada la frase). Y yo no quiero olvidar estos días. Así que escribo.

El jueves anterior a este domingo, cuando acabó la selectividad a las 17:30 (sin saber cómo, he aguantado con fiebre y a base de Paracetamol los tres días acompañando a mis alumnos en la EBAU), me monté en mi coche decidido a irme directamente a Urgencias del Santa Lucía. Esa mañana y la anterior había llamado a mi centro médico para pedir cita telefónica con mi doctora de cabecera. Me dieron esa cita, pero la médico NUNCA me llamó pese a que dije que era urgente pues seguía con fiebre y ya eran 26 días así. Ni caso, debo ser un ente extraterrestre o invisible para ella. Fue ella misma quien me dijo dos semanas atrás (tras dar negativo en una PCR) que me tomara una caja de antibióticos y que la fiebre ya remitiría y fue ella misma quien me dijo una semana después que lo mío era algo vírico y que no era fiebre, sino febrícula lo que tenía y que no era grave, que tampoco había que exagerar. Por teléfono me lo dijo, sin verme, sin auscultarme. Y eso que había dado negativo. Me acordé de que los profesores nos enfrentamos cada día a 700 alumnos en plena pandemia. Mi doctora se ve que no quiere riesgos en su vida. La entiendo, pero he decidido mandarla a la mierda y cambiar de médico. Es triste esta decisión, uno la toma desesperado y sintiéndose desamparado y ninguneado por el sistema. Dejarla por otro doctor creo que es un arrebato al que tengo derecho. Esto lo pienso en urgencias el jueves, tras acabar la selectividad.

Estuve seis horas. Me hicieron no sé cuantas pruebas y me atendieron de maravilla enfermeros y doctora en urgencias. Hasta se me saltaron las lágrimas cuando me vi en una silla de ruedas camino de una radiografía (me hicieron seis). Me emocionó sentir esta frase en mi cerebro: “Esto es lo que hay, Salva”. No dieron con lo que tenía y la doctora estaba segura de que era algo vírico. Me dijo: Vete a casa y si vuelve la fiebre, regresas aquí. Y eso hice el domingo: me desperté tras una mala noche con casi 38 de fiebre y me fui directamente a urgencias por segunda vez.

A las seis de la tarde (sin desayunar, sin comer), otra doctora me dijo que me ingresaban. No había habitaciones en ese momento y me llevaron en una silla de ruedas a una sala con pacientes encamados. Todo era silencio.

−Quítatelo todo y mételo en esta bolsa −me dicen. Y sin ningún tipo de intimidad (menos mal que yo no soy tímido y disimulo bien mis complejos internos) me desnudo mientras me miran una enfermera, un enfermero y tres enfermos encamados que había enfrente todos con sus móviles entre las manos. Me sentí David Bustamante, también Rociíto. Igual alguien lo estaba grabando todo. Estad atentos que cualquier día me veis en un vídeo porno por youtube (ojalá le pongan de banda sonora una canción de Dido que me gusta mucho y que cada vez que la escucho me dan ganas de hacer un striptease).

Me dieron una cosa que ni es pijama ni es bata: eso con lo que te paseas con el culo al aire. Bueno, yo tengo buen culo (dicho por todas mis ex parejas, conste), a esto le saco partido, me dije.

Y entonces empezó el esperpento, el rodaje de la nueva película de Berlanga. Prueba PCR por protocolo (da igual que por la mañana ya me hubieran hecho una), por la vía que me habían colocado me sacaron seis tubos de sangre más, ya iban doce aquel día. Y como todo era aburrido allí dentro, decidieron darme un paseo por medio hospital, yo tumbado en la cama, sin sábanas, luciendo pijabata y pantorrillas sin depilar. (¡Mierda, no me he cortado las uñas de los pies!, pensé con horror).

Tras el paseo (los coches de choque de la feria son divertidos, cierto; esto lo fue aún más: mi camillero era Fernando Alonso y era un Fernando Alonso feliz: me iba describiendo -como si radiara un partido de fútbol y a voz en grito- todas las dependencias por las que íbamos pasando), me dejaron en otra sala habilitada para los pacientes sin habitación. Allí me encontré con otro paciente al que saludé y no me devolvió el saludo: lo entendí. No está el horno para bollos.

−Hay que esperar a una cama libre, pero siendo domingo y ya tan tarde, no creo que hoy lo consigamos −me dijo una enfermera cuya cabellera rasta era la de Beth, aquella chica de Operación Triunfo que fue a Eurovisión con una canción horrible-patética-ridícula (ay que ver la cultura que gasto, jolines).

Diez minutos después me di cuenta que estaba tarareando:


Dime qué es lo que puedo hacer, cómo te puedo tener, En mi vida. Vamos a olvidar el ayer y a comenzar otra vez, Sin mentiras. Dime qué es lo que puedo hacer, cómo te puedo tener, En mi vida.


Cierto, lo habéis acertado. La canción de Eurovisión.

Me dio mismamente un ataque de risa.

Dos enfermeras vinieron a ver lo que me pasaba.

−Tranquilas, es que me ponen los hospitales −les dije.

Me trajeron la cena. LA CENA. Una cena. Vale, aquello no era una cena, pero lo era porque lo dijeron las enfermeras. La cena más insípida del mundo, pero con un premio: HELADO DE CHOCOLATE.

Espera, Salva, un momento: ¿dan helados en un hospital? Pues yo no lo soñé. Aquello era helado y fue lo más rico de LA CENA. Qué hambre tenía: me lo comí TODO TODO TODO. Qué contenta se habría puesto mi madre.

Sobre las diez y media, ¡BINGOOOOO!, me encontraron habitación y me llevaron (tras recorrer la otra mitad del hospital con un camillero aburrido, silencioso, el reverso del Fernando Alonso anterior) hasta ella. Planta quinta, habitación 411 (creo que alguna vez vi una película de terror que sucedía toda en la habitación 411).

En diez minutos me habían puesto un antibiótico por la vía, me tomaron la temperatura, me midieron la tensión, me sacaron otros tres botes de sangre más (¿me quedaba ya alguna dentro de mi cuerpo?), me dieron un bote gigante transparente donde tenía que mear, me movieron la cama con un mando y me dejaron tumbado como si yo fuera la letra EME mayúscula. Qué cama más…¡CONTORSIONISTA!

Pues nada, allí estaba yo. Viendo caer por el gotero al antibiótico, que entraba por mis venas y me…fue…dejando…aletargado…en Babia…soñoliento… Y, entonces, volvió la canción de Beth a mi memoria y creo que me quedé dormido un rato tarareándola mentalmente de nuevo. (Yo a Beth me gustaría contarle esto alguna vez. Si alguien tiene su Facebook o su Instagram, por favor que me avise por privado, please).

Me desperté acordándome de mis padres, de Canarias, de mis hermanos. Lo mejor de pensar es que puedes hacerlo tumbado, y yo lo estaba. Y entonces me pensé como un personaje de Chéjov: un hombre hospitalizado en medio de sus circunstancias (aquí parafraseo a Ford de nuevo). Me acordé del tiempo que fue antes, de hasta donde había caminado yo para terminar en aquel sitio. Igual te tocaba parar, Salva. Me lo dije esto en voz alta.

Posdata: lo más difícil del día fue la llamada a mis hijos y contarles a Greg y Vega que me habían hospitalizado. El amor es belleza, así lo creo. Aquella llamada (que no voy a contar) es el gran nudo que todavía tengo en la garganta y eso no sé si es belleza, pero a mí sí me lo parece. La voz de Greg también lo fue, el silencio de Vega sumó hermosura. Esa llamada fue la vida que ha de apurarse.

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