DÍA 2: Lunes 7 de junio
“El que alguien le quiera a uno le otorga un certificado de existencia (o de consistencia)”, dice Yasmina Reza en una de sus novelas. Este es el resumen avanzado que hago de mi lunes en el hospital. Voy a contar por qué.
Me dormí pronto y duermo seis horas seguidas, algo extraño (muy extraño) en mí. Soy de dormir poco, toda la vida así. Son las cinco y media de la mañana. Oigo la respiración del vecino de habitación, sus toses. Cada vez que tose pide perdón bajito, como creyendo que me molesta y no es así. ¿Qué piensa uno a las cinco y media de la mañana? Que estoy en el hospital, que son las peores fechas en mi trabajo para no estar en él: fin de curso, exámenes finales y recuperaciones por hacer, en jefatura de estudios mil cosas pendientes…y yo en el hospital. La noche anterior hablé con mi amiga Bárbara y va a ir a mi casa hoy a por las cosas que necesito: los exámenes sin corregir, las fichas de los alumnos para hacer las medias, el portátil, unas zapatillas, calzoncillos, camisetas (¡echo de menos mis camisetas!), pasta de dientes y cepillo, desodorante…Todo eso que forma el día a día y que uno no percibe lo importantes que son hasta que, de buenas a primeras, te encuentras en un espacio distinto y no las tienes al lado.
A las siete de la mañana empieza a entrar gente en la habitación: enfermeras, limpiadoras, el desayuno (las comidas son siempre con horario extranjero). Una enfermera me trae un pijama, me da una toalla minúscula para la ducha, dos esponjas jabonosas y me manda a la ducha porque me va a cambiar las sábanas.
En el baño empieza otra odisea: cómo ducharme con la vía puesta sin mojarla. Mi vecino de habitación me advierte: “Lleve cuidado, el agua sale por todas partes y se pone todo perdido”. (Me llama de usted todo el rato). Yo pienso: no será para tanto. ¿No será para tanto? Cuando termino, el baño parece un camarote del Titanic. El agua se ha salido por todas partes, incluso ha llegado a la habitación. “¿Ve usted? Se lo dije”, me suelta el vecino. Me pongo el pijama que me han dado. Me da la risa: la talla debe ser de la de mi hijo, que tiene diez años. Me está corto, apretado, lo de marcar paquete no es lo mío, pero con este pijama hay una reinvención de mí mismo y parezco un adolescente marcándolo todo por todas partes. Incluso los abdominales que no tengo. Una de las enfermeras se descojona al verme.
Me sacan sangre de nuevo, se llevan la orina que yo había echado en un bote. Me ponen por la vía más antibiótico. Las enfermeras parecen directamente sacadas de la película “Mamma Mía”: qué energía, qué alegría, qué simpatía, qué amabilidad. Me pondría a bailar con ellas si no fuera por el suero colgado en la percha que tengo al lado.
Desayuno. No sé cómo abrir el bollo de pan con un cuchillo de plástico. Lo logro, no sin partir el cuchillo, claro.
Y entonces entran dos doctoras. Una era la “oficial”, la otra, la “interna”. He tenido suerte: mi doctora (“Soy quien te va a atender estos días, Salvador”, me dice) es displicente, ordenada, exhaustiva y anota todo lo que le voy contestando a sus cientos de preguntas. Se pasan más de media hora conmigo. Cogen ambas sus fonendoscopios y me auscultan. Yo sentado en la cama, que ahora está recta. El pijama a punto de explotar.
La vida, en ese momento, parece un conjunto ordenado. Y yo pienso todo el rato: esta doctora va a dar con lo que tengo.
Me dice, tras auscultarme con el fonendo:
−Perdone, Salvador, va a tener que quitarse todo el pijama. Necesito seguir explorando su cuerpo. Hay que descartar dolores, protuberancias, inflamaciones o incluso alguna garrapata adherida a su cuerpo.
(¡Una garrapata!???????)
Pues nada. Me desnudo. Los hombres (todos) somos muy gilipollas en estas situaciones. Yo, claro, empecé a sentirme gilipollas. Me tumbo en pelotas pensando: ¿Por qué no me recortaría yo la semana pasada los pelos de los testículos? Qué largos están, ay, por Dios. ¿Tenía que ser hoy cuando mi cuca ha decidido parecer tan minúscula? Y también me miro las uñas de los pies. No están largas, pero lo parecen. ¿Tendré pelusas en el ombligo? Ay, ay, ay.
Todo este gilipollismo no es sino fragilidad, claro. Esto lo sé. Pero cómo evitarla.
La doctora pide disculpas constantemente, cada vez que va a auscultar una parte nueva de mi cuerpo. Es educada, delicada, minuciosa. Y a mí me llena de ternura y de empatía: la pobre estará acostumbrada, pero madre mía a lo que se tiene que acostumbrar. Yo, un desconocido, allí en pelotas. Y ella y la otra doctora, unas desconocidas, buceando en un cuerpo desconocido en busca de algo anormal.
−Estamos buscando cualquier cosa que nos pueda indicar el motivo de esos 26 días con fiebre, Salvador −me dice dos o tres veces.
En mi vida sólo me han llamado Salvador mi madre y mi hermana (cuando se enfadaban conmigo). La doctora no parece estar enfadada. Su tono de voz es amable, está muy atenta a cada centímetro de mi cuerpo y me va diciendo: “Muy bien, muy bien, no hay nada por aquí, no le duele esto, ¿verdad? Bien, muy bien, pues vamos descartando, Salvador, qué bien, aquí tampoco, ¿verdad?”
Luego me explica: ha pedido varias analíticas, ha visto los dos informes de las doctoras de urgencias, ha mirado las analíticas que me hicieron ayer, la ecografía y radiografías y ella cree que todo apunta a algo vírico, pero que no dan con el virus que es. Van a hacerme varias pruebas para descartar virus peligrosos posibles y para seguir investigando.
−Antes de irme, ¿alguna pregunta?
Le doy las gracias y le digo que ninguna.
Me pongo de nuevo el pijama que me queda ridículo y abro el segundo libro que tengo de Delphine de Vigan, que me engancha enseguida y paso la mañana leyendo tranquilamente en la cama del hospital. La doctora me ha dejado tranquilo: estoy en buenas manos, esto he percibido. Hay que dejar espacio a los recién llegados y que ellos hagan su trabajo. Uno poco puede hacer en estas circunstancias: son los demás, por una vez, los que deben velar por ti. Me dejo estar en esa sensación.
Por la tarde tengo mi primera y única visita: mi amiga Bárbara me trae todo lo que le había pedido (fue muy graciosa la llamada telefónica del mediodía: ella me llama desde mi casa y me dice que la vaya situando para ver dónde mirar y recoger todo lo que necesito. me la imaginaba deambulando por mi casa en busca y captura de objetos necesarios. Menos mal que soy ordenado y tengo memoria y la dirijo directamente a los espacios donde lo tengo todo). Charlamos de la vida, del trabajo, durante algo más de una hora y, ay madre, cómo se lo agradezco y lo bien que me sienta verla y charlar con ella. Los amigos son esos embudos por los que nos entra el aire que nos limpia por dentro y nos modifica el alma. Mi amiga Bárbara siempre ha sido conmigo esa constructora de palacios encantados en mi interior y la que más me pone los pies en la tierra al mismo tiempo. Qué ganas tenemos de una velada con vino los dos juntos hasta las tantas de la madrugada.
Entra una chica con uniforme (aquí todo el mundo lleva uno) y me explica que ella se encarga de la comida, que elija lo que quiero para mañana en el menú. Y me va ofreciendo dos posibilidades cada vez. Qué lujo, pienso. Esto es estar como de vacaciones en un resort: me lo ponen todo por delante y hasta puedo elegir entre variadas posibilidades. Pues qué bien.
Antes de cenar, me vuelven a sacar sangre: cuatro botes más. Y me toman de nuevo la temperatura. No hay fiebre. Mis primeras 24 horas sin fiebre. Es posible lo que no parecía posible.
Llamo a las diez a mis peques. Ay, ay, ay. Creo que no hay ningún tratado sobre el imperio que despliegan las palabras infantiles en los afectos y que yo lo debería escribir. Luego me llaman desde Canarias y pienso también que no se ha escrito ningún ensayo sobre cómo nos puede cambiar el ánimo (para bien) un acento canario.
Empecé el diario hoy citando a Yasmina Reza: “El que alguien le quiera a uno le otorga un certificado de existencia (o de consistencia)”. Ahora creo que se entiende mejor esa cita tras describir mi lunes en la habitación del hospital.
Soy un hombre vulnerable. También un hombre sentimental. Qué le vamos a hacer.
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