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DIARIO EN EL HOSPITAL (4)


DÍA 3: Martes 8 de junio


Otra noche que duermo mucho (a ver si me voy a tener que venir a vivir al hospital para acabar con mi insomnio perpetuo). Creo que los chutes de Paracetamol que me ponen por la vía antes de dormirme me dejan en un estado de tranquilidad espléndido. A ver si me voy a hacer adicto yo a esto. Me despierto a las seis y media de la mañana. Cojo el móvil porque todo está en silencio (excepto las toses y respiración del vecino). Y suelto la primera carcajada del día: es entrar en Facebook y ya están las primeras en verse esas entradas de Víctor y los comentarios de su mujer María. Siempre me hacen reír y me encanta intervenir y contestar. No los conozco en persona, pero hay relaciones virtuales que son mucho mejores que las reales, relaciones virtuales que son puro amor instantáneo. Es gigante eso de encontrar un humor que coincide con el tuyo o humores que aceptan las ironías y las retuercen en chiste sublime. Yo cuando tengo un mal día, entro en el muro de Víctor. Siempre.

A las siete y diez entra en escena el musical “Siete novias para siete hermanos”: se abre la puerta y comienzan a desfilar uniformes, risas, aparatos, jeringuillas, termómetros y uno contempla cómo su pipí es transportado hacia no se sabe dónde por una enfermera que sostiene el bote de las micciones como si fuera un micrófono cantando (lo juro y esto fue así) “Marinero de luces”, de la Pantoja.

−Buenos días, cómo está usted hoy, vamos a mirarle la tensión, la temperatura, levántese que vamos a cambiarle las sábanas, váyase a la ducha, tome un pijama nuevo…

−Por favor −les pido−, el de ayer me quedaba un poco bastante pequeño. ¿Podrían darme uno un poco más grande? Y la toalla de ayer también era muy pequeña, no sé, quizás si tuvieran una un poco más grande. Y para que no se salga el agua, ¿hay alguna solución?

−¡Claro, claro, si tenemos cientos, mire usted! Y aquí solucionamos todos los problemas, usted sólo tiene que decírnoslo porque aquí adivinas no somos, somos divinas un rato largo.

Me dan el lote completo y una especie de empapador y me explican que es para ponerlo en el suelo por donde se sale el agua.

Milagro. Me ducho y el agua no se escapa (pero no sólo por el empapador, sino también porque me he convertido en un experto Macgyver y, además, me ducho por trozos cerrando el agua mientras me enjabono por trozos también. Pero me pongo el pijama y hoy me han dado el que necesitaría Montserrat Caballé o Demis Roussos. Tal cual. Al pantalón le doy siete vueltas en los bajos para no caerme y que no arrastre.

Me dan un bote marrón. Parece un bote de detergente.

−Durante 24 horas tiene usted que miccionar aquí toda la orina de un día entero ¿Podrá o necesita un escanciador?

Yo miro el bote de detergente marrón (¿hay color más feo y deprimente que el marrón?) y veo la boca por donde tiene que entrar el pipí y pienso: Vale, mi cuca cabe por ahí, podré hacerlo.

Esa mañana la paso corrigiendo 32 exámenes de mi grupo de 2º de la ESO. Paso las notas de ese examen y de tres más que tenía corregidos, pero no pasadas las notas a mi cuaderno. Y hago las medias. A las doce dejo de trabajar y me pongo a leer la novela que llevo por la mitad de Ray Loriga: Tokyo ya no nos quiere.

Pregunto, porque necesito estirar las piernas ya que me noto los tobillos un poco inflamados, que si puedo dar un paseo por los pasillos de la planta. Por tema Covid me dicen que no se puede. Así que permanezco en la habitación, que ya empiezo a sentir como una jaula. Camino por ella pidiendo permiso al vecino, que está viendo a Nadal por la tele y me hace varios comentarios tan inteligentes que parece mentira que tenga 87 años. Yo de mayor quiero parecerme a este señor, que además conserva todo su pelo en plan cabellera a lo Cary Grant pero con canas.

A los diez minutos viene una enfermera a pincharme Heparina y me entero que es un glicosaminoglicano muy sulfatado que se utiliza como anticoagulante inyectable (lo he copiado de internet porque mi memoria es incapaz de retener esa frase apoteósica que me suelta la enfermera). Para prevenir trombos, me dice. Otra frase apoteósica.

−Ah, pues ya me dejas más tranquilo.

Joder. Uf. La palabra “trombo” instala un malestar en mi cerebro ipso facto. En un hospital es imposible la neutralidad anímica. A partir de ese momento me miro los tobillos cada tres minutos.

Poco después de comer, llega la doctora. Esta vez viene sola. Me fijo, mientras me habla, en sus ojos verdes, grandes, expresivos. Y siento una paz inmediata. Creo que el tono de su voz también ayuda. Tras preguntarme cómo me encuentro, me cuenta ella a mí todo lo que ha estado investigando sobre mi caso:

−Mire, Salvador, todas las analíticas están saliendo bien, las que le pedí para descartar ciertos virus peligrosos están dando negativas todas. En las serologías que pedí sobre virus atípicos y bacterias se ven unos movimientos extraños en los hemocultivos de virus que tenemos inoculados y eso indican que están luchando contra otro virus. Quizás ese movimiento de lucha está impidiendo que veamos al virus que haya podido causar los 26 días de fiebre y su malestar general todos este tiempo. Así que hay que esperar unos tres días para ver si ese movimiento cesa y el virus malo (lo dice haciendo el gesto de las comillas con sus manos) lo podemos atrapar y detectar. A veces ocurre que un virus entra y tal y como entra se va y no podemos saber cuál ha sido ni los motivos por los cuales entró en su organismo. Hay que ser pacientes y esperar un poco más.

Cuando la doctora se va yo sólo puedo pensar en esa batalla que hay dentro de mi cuerpo de virus contra virus. Una película de aliens en mi interior. Tengo a Ridley Scott dirigiendo las secuencias de la película entre mis venas y la sangre (si es que me queda alguna). ¿Será mi doctora la Sigourney Weaver de Murcia? Te necesito, teniente Ripley.

¿Los estados de ánimo tienen una base material? El caso es que tras la visita de la doctora yo me quedo tranquilo y al mismo tiempo no. ¿Es esto posible? Causa, efecto, asociación. Esto soy ahora mismo dentro de mi cabeza mientras los aliens batallan en mis interiores. “La mente es su propio lugar”, decía John Milton.

Yo era en ese momento un haiku: algo así como un poema pequeñito en mitad de la inmensidad que empecé a sentir que era el hospital en el que me encuentro atrapado.

Necesito, pienso, al psicoanalista de Woody Allen.

Paso la tarde leyendo, mirando las redes sociales, escuchando de fondo los raquetazos de Nadal y su contrincante. “Wasapeo” y contesto a los amigos, a los familiares, a los compañeros del trabajo. Las relaciones sociales en un teléfono móvil. Tengo la novela en el portátil y podría ponerme a corregir la segunda parte y quitarme ese suplicio ya de una vez, pero no tengo ganas.

Y, de pronto, me llegan los “wasas” de mis alumnos. Han salido las calificaciones de la EBAU. Y entonces estalla la alegría y el orgullo y también mi ego, por supuesto. Las notas son excelentes y me acuerdo de los esfuerzos que hemos hecho todos en un curso lectivo difícil por la pandemia y la semipresencialidad. Me vienen a la memoria las clases online, la mitad de mis alumnos conectados desde sus casas, repetir cada explicación dos veces, el agobio de no poder dar el temario entero, pero conseguirlo al final, las clases con mascarillas, la separación de las mesas, el silencio extraño de los alumnos, los botes higienizadores. Las calificaciones de la EBAU son, de pronto, el triunfo del realismo sobre la magia, el triunfo del es sobre el parece. Esto último creo que es una frase de Ian McEwan que también se me ha quedado grabada.

Y me digo, allí tumbado sobre unas sábanas rígidas de tanto lavado, con un pijama de la Caballé puesto, que el pesimismo que había sentido desde la visita de la doctora era algo demasiado fácil. Que el pesimismo es una trampa que me tapa nuestro don de la conciencia y entonces sonrío y disfruto del instante: las notas de mis alumnos. Olé y olé, qué cojones.

La llamada de las diez de la noche a mis peques vuelve a ser también otro chute de emociones y de verdad: siempre es aquí, siempre es ahora. Nunca es entonces y allí. (McEwan de nuevo).

Posdata: el bote marrón ya lleva dos litros cien de orina. ¿De verdad uno mea tanto? Ya hasta me cuesta sostenerlo con una mano mientras me cojo la churra con la otra para apuntar al agujero y orinar dentro. Qué cosas.

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