DÍA 4: Miércoles 9 de junio
Hoy es fiesta. Día de la Región de Murcia. No pasan los médicos ni me hacen pruebas. Así que yo también me lo tomo de fiesta, aunque sea en el hospital y he decidido: DESISTIENDO DE ENTENDER, SALVA. Hoy no pienso pensar en el virus, ni en la batalla de virus que hay en mi interior. Sólo voy a pensar en lo bromista que es Dios.
La noche la he pasado regular: mi vecino, pobrecillo, se ha encontrado mal, ha tosido mucho y ha tenido que llamar a las enfermeras varias veces y varias veces han entrado a controlarlo y ver qué le pasaba y a administrarle medicación y ponerle aparatos y yo no he podido dormir apenas. Me ha preocupado este señor: 87 años y esas toses y ese dolor que decía tener en el pecho. Aiiiins, la fragilidad. Por la mañana ya se ha encontrado mejor y ha dejado de toser. Me alegro mucho por él. Toda la noche he sentido miedo, luego por la mañana me he dado cuenta de que ese miedo era compasión. Es bonito sentirla por los demás, por qué no.
Al ser fiesta, hoy el vendaval de visitas con uniforme se ha retrasado y hasta nos han puesto el desayuno un poco más tarde. La media de edad de las enfermeras ha bajado por lo menos quince años y…¡hay un enfermero! Ya controlo el cuchillo de plástico: se me ha vuelto a romper al abrir el bollo, pero esta vez ya casi estaba abierto entero el pan, así que voy controlando esta otra batalla mía contra los cuchillos de plástico.
También se nota el día de fiesta en los pasillos. Hay un silencio absoluto, apenas movimientos. Me termino de leer la novela de Delphine de Vigan (“No y yo”) y también la de Ray Loriga. Paso la mañana sentado en un sillón comodísimo con mi portátil corrigiendo la segunda parte de mi novela. Podar y podar, sacrificar frases hermosas por el ritmo, el tono o porque son hermosas, pero no aportan y uno se da cuenta después. Pero esa poda hace crecer a los personajes, se les ve mejor. Estoy contento y hasta siento que he construido algo decente. (Mañana lo volveré a leer, o dentro de una semana y me asaltarán las dudas. Esto es siempre así).
El tiempo se hace discontinuo en un hospital. Bueno, el tiempo siempre lo es, pero en un hospital se nota más. El enfermero (el único que he visto en todo este tiempo) viene a sacarme sangre. Es tan amable, que me emociona: qué tacto tienen algunas personas. Hay gente que sirve para lo que hace, que tiene un don. Aquí todas las enfermeras y los médicos que me han visto tanto en urgencias como en planta me están resultando profesionales maravillosos, con una calidad humana que me deja super tranquilo. Luego me toma la tensión: sigue un poquito alta, me dice. Y añade: ¿Está usted nervioso por algo? Le digo que creo que no. Bueno, pues en veinte minutos vengo y se la tomo otra vez. Así lo hace, y ya me ha bajado un poco. Él me felicita y percibo su sonrisa detrás de la mascarilla. No tenía por qué sonreírme, pero lo hace.
Como y duermo la siesta super temprano. Me noto cansado porque no he dormido apenas la noche anterior. También uno duerme más cuando no sabe qué hacer. El aburrimiento es como una lluvia desesperada. Y yo nunca me he llevado bien con el aburrimiento: soy incapaz de aburrirme, siempre tengo cosas que hacer o estoy en mil batallas o proyectos. Pero, ¿qué se hace en un hospital cuando ni siquiera puedes salir de la habitación?
Ah, se me había olvidado: hoy tengo, por fin, un pijama de mi talla y por segundo día consecutivo me ducho sin inundar el bañoTitanic. Y he llenado en 24 horas tres litros y medio de pipí. ¡Un récord!, me dice el enfermero muerto de risa cuando viene a llevarse el bote. Yo creo que eso es porque bebo mucha agua cuando yo siempre me olvido de beberla normalmente. Pero el aburrimiento hace que me acuerde y bebo constantemente de la botella que tengo al lado.
¿Qué estará pasando en la calle? Durante la siesta tengo un sueño. Las calles están vacías, no hay coches ni personas. Y entonces aparezco yo caminando por una autopista con el pijama de la Caballé que me trajeron ayer y que hoy me he quitado antes de ducharme. Creo que es la primera vez que sueño conmigo llevando la mascarilla puesta. El mundo del sueño era un puro mostrarse para mí sólo. Entonces empiezan a oírse los sonidos de las chicharras. Entiendo que es pleno verano. Caminando por la autopista veo a lo lejos una máquina expendedora de cocacolas. Descubro que llevo una moneda de 25 pesetas en el bolsillo del pijama de la Caballé y la meto por la ranura de la máquina y me salen dos cocacolas superfresquitas. Me las bebo sentado en la autopista. Y ahí me despierto, me estoy haciendo pis y tengo que ir al baño.
Enchufo el ordenador y me trago el partido entero de cuartos de final de Roland Garros en el que gana Nadal. Siempre disfruto con su tenis. Mucho, mucho, mucho.
Empiezo la novela “Hoy, Júpiter”, de Landero.
Hoy han pasado tan pocas cosas (es lo que tiene la espera, porque esperar estoy esperando resultados de por qué esa fiebre de 26 días seguidos) que no me sale el humor para contarlas. Supongo que como no ha habido miedos, el humor no sale. Van de la mano: humor + miedo = ocurrencias. El humor es un flotador sobre el que sobrevivimos.
Veo una foto en Facebook del hijo de Víctor y de María. Se me saltan las lágrimas: echo de menos a mis peques. Son muchos días ya sin vernos. Es increíble cómo se necesitan sus contactos, su presencia por los alrededores de la casa. Los abrazos de los niños son puro talento.
Posdata: en la foto de hoy he puesto los “zapatos” que te entregan en el hospital. Monos, no. Lo siguiente. No puedo estar más fashion victim.
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