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DIARIO EN EL HOSPITAL (6)


DÍA 5: Jueves 10 de junio


No lo puedo evitar, soy (somos) morbosos y curiosos por naturaleza. Empiezo a leer, nada más despertarme, el libro “VIRAL”, de Juan Fueyo, que es una investigación que explora los virus que han envenenado nuestras vidas y puesto en riesgo la supervivencia de la humanidad hasta hoy. Me lo ha prestado mi compañero y director (el que me embarcó en su proyecto de equipo directivo), que es biólogo y le encanta este tema. No sé si me conviene, pero como soy (somos) masoquistas, me lo leo. Es como si mi inconsciente supiera que, como hoy va a venir la doctora a contarme cosas, quiero estar preparado e informado sobre lo que va a decirme de los resultados de las múltiples pruebas y analíticas que me han hecho.

Leer este libro me incomoda, me remueve los miedos, me atesora pesadillas en mi cabeza. Pero sigo leyendo, sin parar. Me ducho, me cambio de pijama (el de hoy me hace tipazo al ser de mi talla. Tipazo comparado con los días anteriores, claro. Que no es que yo lo tenga, más quisiera), desayuno y sigo leyendo “VIRAL”, aunque no me entere de algunas explicaciones porque todo lo que hay aquí dentro de este libro está muy lejos de mis campos de experiencia o de las zonas y ámbitos culturales por donde suelo moverme o por donde he estado preparándome toda mi vida. Yo soy de Humanidades puras. Las ciencias nunca fueron lo mío. Pero leo enganchado, atrapado.

Hoy ha vuelto a ser la habitación la película “MAMMA MÍA” a las siete y media de la mañana. He cerrado el libro para ver todo ese movimiento: he terminado cogiéndole gusto al movimiento ultraligero de las enfermeras y un enfermero. Los miro sonriente, divertido, curioso. Me dejo hacer: me sacan sangre, me toman la temperatura y me miden la tensión. Yo me dejo estar y hacer y ellos, diligentes, actúan en perfecta armonía mientras te pichan o manejan aparatos sofisticadísimos llenos de cables. ¿Por qué se ríe?, me pregunta una enfermera. Ni me había dado cuenta de que lo estaba haciendo. De veros, le contesto. Sois como el camarote de los hermanos Marx y desprendéis vitalidad. A poco que uno quiera darse cuenta, eso es lo que percibo: VIDA. Gracias, enfermeros. Sois la hostia.

A las dos aparece mi doctora.

Después de más de 20 minutos yo sólo he entendido dos cosas:

-Que me voy para casa (si yo quiero, aunque no se sepa todavía qué virus me ha provocado todos mis estados de un mes).

-Que ella va a seguir mi evolución y que nos vemos en 15 días para ver cómo sigo y para comprobar los cambios en las analíticas nuevas que me va a mandar.

¡ME VOY PARA CASA!

Es verdad, desde el domingo (día del ingreso en el hospital), no he vuelto a tener fiebre. Llegué con ella y me voy del hospital con una cesta de regalos: tengo colesterol, tensión descompensada, bazo e hígado inflamados (aunque ya mucho menos que el domingo cuando entré en el hospital).

Resulta que las analíticas, los cultivos, las serologías y demás están dando como resultado que sí, que lo que tengo es algo vírico aunque no se sepa qué virus es. Que resulta que hay tres virus (el del herpes, el de la varicela-zoster y el de la bacteria Coxielle) batallando y en continuo movimiento en lucha contra otro virus que no se deja ver por culpa de esta batalla de los tres reyes magos que no paran de moverse por mi cuerpo para defenderlo del intruso. Cualquiera lo entiende, yo desde luego que no. Que si vuelvo a tener fiebre, inmediatamente me vengo para el hospital. Y que si no es así, puedo empezar a hacer vida normal. Ella, la doctora, va a seguir estudiando mi caso, algunas analíticas se miran a las 74 horas, a la semana y a los 15 días. A veces, en esos nuevos estudios salen mejores o nuevos resultados. Que yo tranquilo que no tengo nada grave ni malo, sólo fastidioso y que ella cree que lo más fastidioso ya ha pasado porque la fiebre ya no está y el bazo y el hígado empiezan a recuperar parámetros (o como se diga) normales.

En 20 minutos me hago todo un experto en nada y en todo. Sobre todo, en nada. Pero que esto es así muchas veces, me dice la doctora: hay virus que entran, fastidian un tiempo, y se marchan para siempre dejando como resultado la nada y el vacío.

Conclusión a la que llego: mira Salva, en plena pandemia COVID, tú tenías que ser el más original. Toma ya, ego mío: bendito seas entre todos los egos. Ea.

Entonces, ¿puedo vestirme ya y marcharme?, le digo a la doctora. No, hombre, aún me quedan tres pacientes. Y tengo que rellenar su informe, su baja hospitalaria y tendré fechas para nuevas analíticas y para la consulta conmigo. En una hora y media vengo con todo y ya entonces usted se puede marchar. Pero, le vuelvo a decir lo mismo de antes: si usted no quiere marcharse a casa, si cree que se queda más tranquilo aquí unos días mientras seguimos investigando, usted decide y no yo y lo voy a entender. Si usted me dice que puedo empezar a hacer vida normal en 3 o 4 días, le contesto, si no vuelve la fiebre, prefiero marcharme a casa y ya vamos viendo según las pruebas y las nuevas pruebas que me va a mandar. Como en casa de uno, nada, me dice ella. Y tiene razón.

A mí sus ojos verdes me tranquilizan.

Y saber que en breve puedo ver a mis hijos, me llena de energía super positiva.

Me paso hora y media llamando a toda mi familia para informar. Acaricio el pijama que llevo puesto, las sábanas tiesas de la cama y voy recogiendo todo. Como soy coqueto, elijo una entre las tres camisetas que me trajo mi amiga Bárbara. Quiero salir de azul del hospital. Mi color favorito.

Y aunque el presente me sigue pareciendo algo sospechoso, soy tan cobarde que quiero vivir más (esto lo dice, y yo me lo copio, el escritor chileno Alejandro Zambra en uno de sus libros). Y me acuerdo también, tras el diagnóstico-no diagnóstico de la doctora de otra frase de Pessoa: “Llegué a Santiago, pero no a una conclusión”.

Así es la vida, Salva, así es siempre: puro enigma todo.

Puro enigma.

Posdata: he vuelto a vivir una situación límite y sigo sin poder llorar. Treinta años de sequía, igual son algunos más. Mi llanto vive dentro de mí a la defensiva. Y mientras me visto (antes me he despedido del señor de 87 años y he salido de la habitación para dar las gracias a todas las enfermeras), pienso: esto se merece un relato, las palabras serían esas lágrimas que no sabes derramar. Cuando llegues a casa, ponte a escribir.

Posdata (2): bueno, también mientras me vestía, por supuesto, pensé: ofú, qué ganas de sexo llevo encima, por Dios Santo Bendito. Y es que uno nunca, pero nunca de nunca, cambia. Qué le vamos a hacer.

-¿FIN?-

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