Año: 2017
Páginas: 162
Género: memorias
Este librazo de pequeñas dimensiones (por su número de páginas) tiene dentro dos textos escritos con más de 30 años de diferencia. Uno dedicado a su padre (que murió en sus brazos cuando Ford tenía 16 años) y otro lo realizó cuando murió su madre muchas décadas después. En ambos textos, más allá de constatar unas emociones, está el escritor grandioso en el que se ha convertido: un autor cada vez más fino a la hora de observar e indagar y al que le importa menos exponer o manifestar.
La parte dedicada al padre es la mejor. Al mismo tiempo que hace un retrato de su progenitor, Richard Ford se desnuda impotente ante la imposibilidad (y reconocimiento de ello) de captar el verdadero misterio o la verdadera esencia de las personas. El escritor se pregunta constantemente (y no da las respuestas porque no importan estas) sobre una vida en la que los hechos son lo que de verdad nos concierne, más allá de las intenciones o de los deseos. Lo que de verdad nos pertenece es la propia existencia, esa seguridad que nos da saber que nuestros progenitores nos quisieron (haciéndolo lo mejor que pudieron en esta cosa que se llama supervivencia).
Pero este libro no se agota ahí. Sino que se ensancha con grandeza: es, al mismo tiempo, la radiografía de un universo (una forma de vivir) ya desaparecido que Ford muestra desde fuera, con esa mirada suya de escritor serio y directo, que parece frío y seco, pero que en realidad es pura elegía en la que lo edulcorado desaparece: él no busca la desnudez emocional barata, no se prostituye como narrador manipulador. A Ford le importa testimoniar algo concreto: el verdadero amor de un hijo. Y para ello, se sirve de dos vidas corrientes como observador privilegiado y, también, limitado. La vida es sólo la vida, ni más ni menos. Nos dice en este soberbio libro de valía universal.