AÑO: 1877
PÁGINAS: 123
GÉNERO: teatro
No conocía yo (que admiro y tantas veces he leído y releído a Ibsen) este drama suyo en cuatro actos. Gracias a una edición de NordicaLibros, estoy leyendo cinco obras (de las ocho que trae el tomo) a las que no había tenido acceso antes. Y, al parecer, se está preparando un segundo tomo.
Una vez más, Ibsen nos regala su inteligencia al poner en evidencia y patas arriba los valores tradicionales de su tiempo, que es (desde mi punto de vista) la esencia de todo el teatro del autor noruego. En esta obra, hay dos historias: una política y otra social y familiar. Ambas se hilvanan de tal manera que no se estorban; al contrario, se necesitan para que la tesis que defiende Ibsen quede plenamente clara. Y esa tesis es demostrar las carcomas que hay debajo de los supuestos grandes pilares de la sociedad. Para ello, con valentía y sin censuras (estamos hablando de finales del siglo XIX y de un autor que supo molestar e incomodar mucho en su tiempo), el dramaturgo urde una trama doble en la que una amalgama de temas se dan la mano para dejar en pelota picada la sociedad noruega (pero con marcado signo universal, de ahí la trascendencia de este autor). La genialidad de Ibsen está en dónde pone el cuchillo: en las contradicciones que hay en cada una de nuestras acciones. Y cómo una acción que creemos ejemplar y beneficiosa puede repercutir en otras personas de manera negativa. Es justo aquí donde Ibsen pone su denuncia.
La obra tiene un protagonista inmenso (y tan peligroso como actual): el cónsul Bernick, uno de los personajes más genialmente ambiguos que me he topado yo nunca en un libro. Pero, además, hay varios personajes secundarios femeninos que anuncian ya a la Nora de su “CASA DE MUÑECAS”, que escribió dos años después.
Una gozada siempre acercarse a un autor clásico. ¿Por qué? Para evidenciar no sólo el placer de la lectura, sino también (y sobre todo) para constatar, por desgracia, que el mundo ha cambiado muy poco, prácticamente nada.