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"MISA DE SIETE", relato de Salva Robles


Empecé a ser un adulto no sólo porque el organismo es inclinación continua, sino porque un día vi cómo el cura le sobaba las tetas a mi madre.

Ahí mi yo nuevo -el que creció de golpe con aquel descubrimiento- tuvo carnosa consistencia. Y ese yo que nació entonces comenzó su ronda de resistencias, ya que he tenido que sobrevivir a unas cuantas circunstancias en las que me vi obligado a intervenir para que sucedieran como deseaba.

Hacía poco que había cumplido doce años y era día de confesión. Nos obligaban, con disciplina marcial, a hacerlo una vez al mes. Del tocamiento del cura no hubo dudas, aquello sucedía con la misma claridad que hay cuando rompes algo y notas el castigo en la mirada sin palabras de tu padre -que me miraba desde las fotos del salón y que se había muerto un par de años antes en una campaña militar-. Me invadió esa rabia que sentía siempre por culpa de todo lo que tenía que ver con el padre Manuel. Una rabia como hedionda a la que no sabía ponerle nombre entonces -hoy sé que eran celos y envidia, mis agitaciones más reiteradas cuando no consigo lo que los demás tienen y yo también deseo-, pero que se manifestaba en mi interior siempre de la misma forma: me entraba diarrea. Ese era el resultado de tener delante al cura: una inquietud que yo no sabía negar y mis intestinos tampoco.

Los sábados de confesión eran un ritual. Odioso, claro, como son para mí todos los rituales: me ilusionan la primera vez, el resto de veces me parecen pura monotonía, tedio, un fastidio. Mi madre era catequista y preparaba a un grupo de niños para hacer la primera comunión, así que, cada sábado, ellos y yo debíamos acudir a misa de siete con ella. Bien arreglados. El ceremonial empezaba en casa justo después de comer: baño semanal, pantalón beige recién planchado -odiaba las rayas perfectamente configuradas que delineaba mi madre con la plancha-, camisa y jersey. Odiaba, aún más que la raya de los pantalones, ponerme jersey por encima de una camisa. Hoy, en mi armario, sólo hay tres camisas que uso en las bodas o en los entierros familiares -para que luego digan que los seres humanos no somos amasijo de heridas y traumas-. Una vez vestido, mi madre se acercaba con su bote de laca y el peine. En su empeño de dominar mi flequillo rebelde me dejaba un dolor de cabeza que me duraba toda la tarde. Ese flequillo mío que miro algunas veces en las fotos fue entonces mi seña de identidad y era famoso e imitado en el colegio por todos mis compañeros, como impertinente e ignorada -por los demás, no por mí- es mi calva más que incipiente de ahora.

¿Cuántas veces hay que ver una cosa para que lo visto sea algo certero? Hay contextos y escenarios que sólo necesitan una vez. Ver cómo el cura Manuel le sobaba las tetas a mi madre me hizo ser consciente de que ni Dios era quien me habían dicho -pues cómo permitía aquello-, ni mi madre la mujer perfecta que yo tenía idolatrada en mi interior -ahí en ese lugar del cerebro donde acaban despedazados nuestros delirios-. Yo sabía -todos los alumnos lo sabíamos- que don Manuel hacía cosas íntimas con algunos niños por las tardes en el colegio donde, además de dar religión, nos ayudaba a ensayar la obra de teatro de fin de curso. Elegía a los chicos de uno en uno y por épocas. El odio es como la memoria: duele. Ay, esas expectativas de entonces. Todavía escuecen los destinos que no armonizan el pasado. Llevaba unos años odiando en silencio al cura porque me ignoraba y yo esperaba -siempre estaba esperando- que me tocase a mí ser el niño elegido por él y aquello nunca sucedía. Por eso el odio no podía evitarlo y lo que le vi hacer con mi madre fue el remate y el camino para lograr mi objetivo.

Me miraba en el espejo del armario de la habitación de mis padres, antes de acudir a la iglesia, y mi imagen reflejada se convertía en un martirio, en una angustia semanal: no soportaba verme disfrazado de sábado. Mi madre me sacaba el cuello de la camisa por fuera del jersey, de modo que me pasaba la tarde colocándolo de nuevo por dentro para que no se vieran los picos. A veces, sólo se salía uno de los dos y entonces, cuando me daba cuenta, me sentía como el retrasado del pueblo -un adulto-niño horroroso que nos daba esa lástima falsa que gastábamos siempre con las personas desgraciadas-. Hay penas que nunca se ponen en duda y que argumentan mejor los relatos que vamos sumando, como las mías cuando me descubría vestido de aquella guisa todos los sábados de mi infancia. Pero yo entonces no tenía pasado todavía.

Tetas grandes. Mi madre gastaba pechos enormes y me percaté aquella misma tarde en la que el cura se los sobó. Antes nunca me había fijado en sus pechos o yo no ponía conciencia en que los tuviera: mi madre era una madre y ya está, no una mujer. Me acerqué a la sacristía pidiendo permiso a otra de las catequistas porque necesitaba ir urgentemente al baño -las diarreas que siempre me provocaba lo de sentir cerca a don Manuel-, bajé los escalones sin hacer ruido, como nos tenían dicho que había que caminar dentro de la iglesia, y allí estaban mi madre y don Manuel. Ambos como un saco negro inmenso con cuatro brazos que se meneaban con un nerviosismo lleno de convulsiones. Don Manuel rodeándola desde detrás cogiéndole las tetas por encima de la ropa de luto que ella siempre llevaba puesta. Fueron tres segundos, quizá cinco o diez. No más. Suficientes para empotrar un destino. Me quedé paralizado y se me escapó un poco de diarrea dentro del calzoncillo. Ninguno de los dos hablaba. Sólo se movían los brazos y las manos enormes del cura que apresaban y pellizcaban los pechos de mi madre. Nunca he vuelto a ver a alguien con unas manos tan gigantes. Me pesaron los pasos que me habían llevado hasta allí, comprendí que retornar al principio ya era imposible. Lo visto sucedía y aquello era otro relato que comenzaba para mí: el de que mi madre y don Manuel eran una mentira.

Si ya odiaba ir a misa -no por la misa en sí, sino por tener que acudir vestido de aquella manera y por tener que estar pendiente de que el cuello de la camisa no se saliera del jersey-,a partir de entonces fue un suplicio cada sábado, sobre todo en el momento que veía a mi madre desaparecer de la iglesia colándose por la puerta que daba acceso a la sacristía. En mi mente comenzaban todo tipo de ficciones protagonizadas por unas manos y unas ubres. Sumaba dos o tres pensamientos y ahí se concentraba un universo entero que me aterraba. No por vergüenza, sino por rabia -que tapizaba mis celos- y mucha envidia, tanta que parecía que me ahogaba y entonces me llegaban las diarreas.

Las cuatro semanas siguientes fueron de las peores de mi vida. Llegaron días de sentir asco y mucho miedo -el miedo puede tener multitud de transcripciones-. No comprendía nada y no comprender agota. Jamás me he vuelto a sentir tan solo como entonces. Pasado un mes de mi descubrimiento, volvía a ser sábado de confesiones. Había rezado todos los días -es verdad que ya sin mucha convicción- para tener fuerzas, valor y empuje en mi venganza, porque había decidido vengarme de ambos y tener al cura a mi merced. Por primera vez en mucho tiempo había pasado semanas sin los remordimientos producidos por mis masturbaciones, ya que no me la había meneado ni una sola vez desde que los descubrí a ambos en la sacristía -récord que no he superado, por cierto-. Durante esas cuatro semanas, cada vez que había intentado tocarme me venía la imagen del cura manoseando unos senos y, claro, no había manera de que se me levantara. La repugnancia era instantánea. Inicié (sin conciencia de ello) una nueva versión adolescente de los ratos a solas.

Allí estaba yo, cuatro sábados después, en la fila de los niños que se confesaban. Temblaba, me retorcía las manos, notaba el sudor por todas partes, el cuello de la camisa se me había salido del jersey y hasta esto parecía ya que no me importaba. Mientras estaba en la fila dejé que varios niños se fueran colando. Postergaba mi momento en el confesionario. Varias veces, en casa, había ensayado frente al espejo del baño lo que le iba a decir a don Manuel.

Hoy sé que no se pueden cambiar los movimientos. Tampoco creo que los cambiara algo si pudiera regresar al entonces. Me gustó ser durante un tiempo -dos, quizás tres meses- el niño mimado de don Manuel. Ser centro de sus atenciones y regalos. Ser el beneficiario de sus manos gigantes. Quién puede detener lo que uno ambiciona.

Aquel fue el último año que mamá fue catequista -otra de mis exigencias al cura-. Igualmente fue el último año que acudimos a misa de siete cada sábado (imagino que mi madre en su agravio fue categórica y contundente). Yo dejé de ponerme camisas debajo de los jerséis y me pasé a los pantalones vaqueros. He ambicionado desde entonces que la memoria pudiera refrendarse y reconozco que llevo toda la vida intentando repetir el sortilegio de aquellos días en los que fui (y me sentí) un príncipe, el príncipe de don Manuel. No lo he conseguido todavía. Pero aquí ando, buscando siempre otras manos grandes que le den de nuevo razones a mi cuerpo.

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