Dice Joan Didion en “El año del pensamiento mágico”:
“Cuando tenemos delante un desastre repentino, siempre nos fijamos en lo anodinas que eran las circunstancias en las que ha tenido lugar lo impensable”.
Tenía planes con mis hijos. Tenía planes con mi familia. Llegaba la navidad y había reservado apartamentos en dos ciudades para disfrutar de unas vacaciones visitando a la familia lejana (que tras dos nochebuenas truncadas por la pandemia, parecía que esta vez sí íbamos a poder reunirnos de nuevo en torno a una mesa; a la tercera era la vencida, decía yo) y luego nos íbamos a ir a la sierra granadina para disfrutar de la nieve y la naturaleza al aire libre unos días (que era el regalo de cumpleaños que le había prometido a mi hija Vega).
El día 22 llegaba por fin y el trimestre durísimo vivido en jefatura de estudios iba a dejarlo a un lado y a tratar de olvidarlo mientras disfrutaba de mis merecidas vacaciones junto a los míos. Llego a casa del instituto y en diez minutos recibo una llamada que lo modifica todo.
Así de pronto. El poder de las palabras para cambiarlo todo.
Lo primero que hice tras escuchar esas palabras fue ocultar, una vez más, mis emociones instantáneas. Frené el corazón, pienso mientras escribo esto como desahogo. Alguien da positivo por covid y uno de mis hijos es contacto estrecho por circunstancias escolares, toca cuarentena hasta hacerse prueba PCR y ver los resultados (prueba que no le van a hacer hasta que pasen varios días, de esto también nos enteraremos después). Empiezan las llamadas a los apartamentos para anular las reservas, llamadas a los familiares para comunicar que no podemos ir, hablar con mis peques para tranquilizarlos y no desmoralizarlos (ocultando mis emociones verdaderas de nuevo, el corazón frenándose otra vez) y comprobar que son los pequeños, mis niños, los que me vuelven a dar una lección de vida.
Los tres, mis hijos y yo, tenemos bien aprendida la lección: decir lo que se debe, no estar dispuestos a comunicar lo que realmente sentimos si ya lo demás no tiene remedio. Algo que nos pasará factura en el futuro y que los psicólogos agradecerán.
Es el shock de lo imprevisto. La incredulidad hecha certeza.
Me tumbo en la cama, debajo del nórdico. Quizás otra persona lloraría, pero como yo no sé hacerlo, me refugio en el calor de lo íntimo. La tristeza es como aprender a andar a gatas y es lo que me noto y eso que acabo de empezar las vacaciones. La puta pandemia no me ha dado tiempo ni tan siquiera a sacar las maletas.
En nochebuena me toca estar solo. En mi casa y solo. Y entonces estalla el cabreo: y en voz alta me oigo a mí mismo gritar a nadie, en la habitación y debajo del nórdico, contra esos seres humanos que se saltan las normas cívicas y que han provocado esta nueva ola de contagios. Y mientras grito a nadie, me acuerdo de esas fotos que he visto por Facebook de la gente de celebración en celebración, sin mascarilla, disfrutando como si no hubiera un mañana; fotos que la gente publica en terrazas abarrotadas de personas apretujadas en mesas y sin mascarilla. Me sale, gritando a nadie, el nazi que no sé que tengo dentro, y los culpo, los culpo de mi desgracia. Y me cabreo de saber a mi hijo encerrado, confinado, en su habitación hasta que pueda hacerse la PCR; y me pongo a rezar (yo que no rezo nunca) para que haya suerte y no esté contagiado.
Mi hijo pasará la nochebuena solo en su habitación de su otra casa. Papá la pasará solo también en la otra casa que mi hijo tiene.
No me gusta este escrito. Es melodramático y patéticamente lacrimoso y ridículo. Pero no lo voy a dejar de escribir y, además, lo voy a publicar en mi blog. Lo decido mientras escribo, mientras noto la rabia y la impotencia debajo del nórdico. La rabia y la impotencia son también palabras que construyen frases, que edifican lo que hay y que ahora no querrías que estuviera. Escribo frases con grietas, pensando en que todo iba a ser de otra manera y como no puede ser, las escribo para vomitarlas, que es el único consuelo que encuentro.
Hoy es 24 de diciembre. Como soy muy peliculero y mi cerebro tiende al drama shakespeariano en cuanto ve la mínima ocasión, decido verme unas cuantas películas tristes (pero buenas en calidad cinematográfica, tampoco es plan de inmolarse por completo) mientras los demás estarán duchándose ya y preparándose para la cena familiar repleta de ricos manjares. Es entonces cuando empiezo a echar de menos los huevos rellenos que mi sobrina habrá preparado (porque es la única de la familia que sabe hacerlo casi como los hacía mi madre), pienso en el flan de mi cuñada, en las gambas, en el vino, en los sobrinos correteando y dando gritos alegres por la casa, en el queso, en el jamón, en los turrones.
Hoy pienso cenar un sándwich de jamón cocido y queso en loncha y de postre dos “actimeles” que están caducados desde hace dos días. Si lo mío es un drama, el drama hay que llevarlo hasta las últimas consecuencias. Es que, además, no tengo ganas de preparar nada de nada para cenar.
Mientras brindáis, sonreís, disfrutáis, coméis, engordáis, os emborracháis y os reprimís por culpa del familiar que todos sabéis que vota a VOX, yo estoy viendo el estreno de hoy en Netflix: la última de Leo DiCaprio. Dicen que es una comedia sobre catástrofes. Mira tú por dónde, me viene que ni pintada. Y es larga, así que me mantendrá ocupado y así dejo de despotricar contra Miguel Bosé y toda esa panda de subnormales que tras dos años de pandemia parece que no ha aprendido nada.
Vale, que ya lo sé. La pena siempre es algo perverso. Pero también es algo ventajoso y hasta lucrativo. Y si no que se lo digan a Coelho. Pues yo no voy a ser menos que él. Me regodeo en mi pena en plena nochebuena. Es la felicidad del infeliz: poder despotricar, que para eso se inventaron las redes y esto lo estoy publicando en una de ellas. Un buen psicólogo de la Gestalt me aplaudiría, estoy seguro. Y luego me cobraría por aplaudirme.
Siempre me ha gustado la soledad. Pero no esta soledad en Nochebuena.
Todos somos vulnerables y yo no soy una excepción. Y, vosotros, además, pesaréis dos kilos más cuando acabe la noche y yo no. Os tendréis que tomar un Almax y alguno hasta acabará en el baño vomitando la cena de nochebuena. No os deseo ningún mal, conste. Ya quisiera yo ponerme en vuestro lugar. Pero es que también soy envidioso, y esto yo no lo sabía hasta esta noche que ha sido de todo, menos buena.
Y ya me callo, que, por supuesto, esto no le interesa a nadie y no me quiero sentir más idiota y solo de lo que ya me siento. En fin, esto no es más que otro trozo de la vida que se hace a pedazos. Siempre pedazos que se juntan unos con otros. Pero que nadie lo dude: en cada trozo hay una posibilidad más de percibir el mundo tal y como es en realidad. Y a mí, como te podría haber pasado a ti, me ha tocado esta realidad de Nochebuena.
“Un hombre puede ser cortés, afable y tímido sin por ello dejar de tener sus arrebatos”, decía en uno de sus libros memorables Richard Ford. Pues eso: yo también tengo suficientes razones para haber tenido este arrebato de escritura vomitiva y mi derecho a arrojarlo al mundo virtual, que no es real, pero parece que es el único que existe.
Posdata: y como soy educado, os deseo FELIZ NAVIDAD, aunque la mía haya empezado siendo una mierda pinchá en un palo.
Y si pueden, sean felices.
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