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“ROCK SPRINGS”, de Richard Ford



AÑO: 1987

PÁGINAS: 249

GÉNERO: relatos


Voz distintiva de la narrativa norteamericana contemporánea, Richard Ford es un indiscutible gigante de las letras. Un poderoso escritor, digno heredero de esa literatura estadounidense que entronca con Faulkner, Steimbeck y hasta Hemingway y que tantísimos buenos títulos nos ha regalado.

En estos relatos, Ford vuelve a ser un genial retratista del alma americana periférica, a la que le pone poesía y altas dosis de realismo distante y salvaje. A sus personajes los conocemos porque tenemos muchas películas y novelas clásicas que nos los han mostrado otras muchas veces; sin embargo, Ford los dibuja con su toque personal y nos los coloca en una deriva que zigzaguea, metafóricamente o no, por los despeñaderos. Son seres siempre en constante fuga de sí mismos, como aletargados por culpa de un inmovilismo fatalista que los aliena, los recrudece y los convierte en fantasmas andantes en constante búsqueda de un algo que sólo les devuelve vacío existencial. Son brutos, casi primigenios y, quizá por eso, auténticos, creíbles, tan humanos como inequívocamente espectros. Uno lee y parece reconocer en esas criaturas a tantos y tantos personajes encarnados por Clint Eastwood, al propio Rambo, a Rocky Balboa, a Forrest Gump y a su madre, a los personajes recién llegados de la guerra de Vietnan en esas películas de Oliver Stone. Y, por supuesto, nos recuerda el universo de los cuentos de Raymond Carver, que era otro gran narrador y con la misma potencia que Ford.

El narrador de Richard Ford es un cuentista áspero, casi diría que huidizo, que bucea o escarba en detalles casi sin argumentos, colocando las vidas de los personajes que retrata en auténticas diatribas emocionales, pero anclados en frialdades y entumecimientos que los ubican en viajes vitales donde lo que prima es la suspensión, una pausa en la que les sucede todo y nada al mismo tiempo, pero donde la vida los estruja hasta convertirlos en cadáveres andantes que habitan historias cruzadas, tan cotidianas como sencillas. Y es en esa sencillez donde estallan las complejidades de la vida. Es decir, el mundo que hay en sus relatos es un mundo nuestro, de todos, reconocible (y a la misma vez tan particularmente norteamericano, que en Ford es pura universalidad) y en el que lo único que nos queda es conformarnos con lo que nos ha tocado en el reparto.

Sus seres pertenecen a la clase media, esa que sabe que nunca se va a comprar un velero o que nunca va a viajar en primera clase. Y que buscan incansablemente el amor, aunque lo escudriñen de manera tan extraña. De ahí que haya tantos divorciados, casados en segundas y hasta terceras nupcias, hijos que son hijastros, padres que son padrastros, hombres y mujeres cornudos o infieles. También abundan las relaciones paterno-filiales desmembradas, con herencias afectivas que son pura carencia, pura vacilación, pura tirantez. Y lo que queda radiografiado, finalmente, es el enigma de los idilios familiares.

Y, por último, en este libro de relatos, como en tantos otros suyos (novelas incluidas), se le da también mucha importancia al paisaje: este aparece como metáfora (por supuesto) del (en)sueño americano frustrado. Es un paisaje urbano, sí, pero también rural: aparecen las calles, las casas (a las que les imaginas colocadas y ondeantes las banderas americanas), las carreteras interminables, los lagos, los campos donde cazar aves (patos principalmente), las caravanas como viviendas, los bares de madera y las extensas llanuras perpetuas…

Que sí, que Richard Ford es un gigante. Qué suerte tenemos los lectores que leemos con adoración sus libros. Qué suerte, sí señor. Vamos a por el siguiente. Que el segundo de la trilogía de Bascombe me está esperando con muchas ganas en mi mesilla de noche.

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