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  • salva-robles

"TENGO COVID" (1)



Esto va a ser como contar una historia que todo el mundo ya ha escuchado antes.


Dos años y medio de pandemia librándome y de pronto un artilugio comprado en la farmacia te marca con dos rayitas un diagnóstico: positivo. De nada han servido mis precauciones (para algunos, según sus juicios sobre mi vida, exageradas y enfermizas. Esos juicios de los que no nos libramos nadie porque son gratis y la gente parece que espanta su mierda metiéndose en la vida de los demás), de nada me ha servido vivir todo este tiempo encerrado y sin vida social más allá de acudir a mi trabajo, recoger a mis hijos, hacer la compra o ir al centro médico; como de nada me ha servido usar la mascarilla absolutamente en todos los sitios en los que he estado fuera de mi casa. Rigor estricto, cumplimiento de las normas, concienciación. Nada, la realidad me ha derrotado. Menos mal que tengo las tres dosis de la vacuna puestas, pienso inmediatamente. Un pensamiento que se va a repetir a partir de ahora muchas veces durante los días siguientes. Y se me viene a la cabeza una frase de una novela que me sé entera casi casi casi de memoria: “Por desgracia, para alcanzar el futuro uno tiene que vivir el presente” (“INTIMIDAD”, de Hanif Kureishi).


ANTECEDENTES


Es domingo por la tarde, estoy solo en casa porque este finde no me tocan mis hijos (he aprendido a que esto no me duela. ¿Cuánto tiempo habré perdido sumido en ese dolor de no tenerlos cerca?). Empiezo a notar dolor de garganta justo después de despertarme de una corta siesta. Mocos, ojos quejumbrosos, un poco de malestar corporal y dolor en la garganta. Me pongo en alerta: conozco mis resfriados de toda la vida (3 o 4 por año), me conozco a mí mismo lo suficiente y sé lo que me pasa. El viernes en el trabajo sudé mucho la primera hora lectiva: estuve de un lado para otro del instituto recogiendo alumnos de sus aulas para esas absurdas e inútiles pruebas PISA y, aunque hacía fresco a esa primera hora mañanera, me quité la chaqueta fina y deambulé en manga corta. Pienso: todo ese sudor se me enfrió después en el despacho de jefatura y aquí lo tengo: es un enfriamiento y me toca catarrazo. Vaya por Dios.

El lunes me suena el despertador en el móvil tras una noche rara e inquieta: no había dormido bien. Me voy a trabajar cansado, con el cuerpo condolido y un desánimo extraño en mí. Paso la mañana en el instituto de reunión en reunión, atendiendo llamadas, a gente que entra en el despacho y todo lo hago disimulando mi malestar, que va creciendo como un tsunami. Aguanto hasta quinta hora porque me toca clase con mi 3º de la ESO y no quiero que la pierdan porque dos días después hay examen y vamos a repasar sintaxis y morfología, que les va a venir muy bien. En el aula casi doy la clase arrastrándome. Hasta me siento en la silla del profesor que nunca utilizo. En cuanto toca el timbre del final de la clase, bajo a jefatura y les digo a mis compañeros de equipo: “Me voy al centro médico, algo me pasa porque no estoy nada de nada bien”. Noto que hasta puedo tener fiebre.

En el centro médico explico lo que me pasa. Me mandan fuera del edificio donde realizan los tests de antígenos. Me hacen uno y da negativo. Respiro y me tranquilizo. Es un resfriado, ya lo sabía yo esto. Lo he cogido bien. Paso de nuevo al centro médico y me atiende un doctor joven que me pide que le cuente. Se lo narro todo. Me dice que tiene toda la pinta de ser COVID, me manda 4 medicamentos diferentes (sin ni siquiera mirarme a los ojos, ni acercarse, ni auscultarme ni nada. Lo comprendo esto y no lo comprendo: yo doy clase a mis alumnos sin mampara de separación. Los tengo a casi todos sin mascarillas y sin distancias apenas. En fin, los médicos deben ser una clase superior a la de los profesores, digo yo. Pero no me enfado, los entiendo: juegan con nuestras vidas y nosotros con las de ellos, esto también es verdad). Me dice que compre también un par de test de antígenos para hacérmelos yo en casa durante las próximas 48 horas, porque, aunque hoy haya dado negativo, es frecuente que días después el paciente dé positivo. Acudo a la farmacia sintiendo ya que la fiebre debo tenerla bastante alta. El médico no se ha molestado en tomarme la temperatura, por cierto. Compro, pago y me voy para casa. Me pongo el termómetro, que marca enseguida 39´2. Desde ese momento (hago spoiler) y hasta 36 horas después la fiebre no me bajará de 38 grados. “Es un milagro que alguien pueda hacer alguna vez algo original”, me viene otra frase de la INTIMIDAD de Kureishi. Y sonrío mientras me tomo los medicamentos: uno de ellos, el bendito Paracetamol. A partir de ahí y hasta 36 horas después, en mi cabeza dos pensamientos: tengo que disimular para que los míos no se preocupen y, coño, qué solo estoy ahora mismo. Pero Kureishi me suelta una bofetada: “Las cosas son así, y punto”.

(Continuará)

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