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TENGO COVID (2)

Actualizado: 23 may 2022


DANDO POSITIVO


Paso la noche del lunes como puedo. No sé cuántas veces pensé: ¿y si la fiebre me sube a 40? Estuve muy cerca varias veces (esto lo cuento aquí por primera vez, porque a mi familia y a mi equipo directivo les he mentido para no preocuparlos). Y en mi cabeza todo el rato: el puto COVID ha matado a mucha gente. Era como un tétrico mantra que rebotaba mientras buscaba solución a tanta fiebre: duchas de agua templada casi fría, paracetamol e ibuprofeno alternados cada 4 horas que no me bajaban la fiebre nada o a 39, cambiarme la camiseta empapada hasta tres veces, cambiar las sábanas húmedas hasta dos veces. Un mantra que pesaba aún más que la fiebre y que esa cabeza que parecía que me iba a estallar de tanto dolor. Me veía como un personaje de Chéjov de esos tan suyos que caminan como a la deriva y en mitad de sus contextos. Ahora que lo escribo, me doy cuenta que es bonito ser un personaje chejoviano, por qué no. Y sonrío. La literatura y yo.

También me repetía a mí mismo: ¿ves por qué te habías recluido en casa, por qué habías dejado tu vida social aparcada excepto para ir a trabajar? Yo sabía que el COVID conmigo iba a hacer estragos, mis síntomas no iban a ser leves. Conozco mi cuerpo lo suficiente. De toda la vida mis resfriados o gripes han colocado a mi cuerpo como un lugar poco acogedor y me dejaban molido, para el arrastre durante unos días. ¿Y si lo hubiera cogido antes de las tres vacunas que llevo puestas, querido Miguel Bosé? ¿Qué me contestas, imbécil? A ver si te callas la boca de una vez y dedícate a vivir de las rentas bien merecidas (porque algo sí que has currado) y ya, ¿vale?

Con fiebre uno desvaría mucho. No sé si como en las películas, pero se desvaría. Yo empecé a desvariar esa madrugada. Me paseaba por la casa, me salía a la terraza para que el fresco me hiciera lo que los medicamentos no conseguían. Me ponía el termómetro cada cinco minutos, cada tres. Si me marcaba lo mismo, me lo volvía a poner, pero en el sobaco contrario por superstición. Mis dedos y mis ganas de estar bien buscaban un estado más perfecto que el termómetro no me regalaba. Me dio por reírme. Yo en la terraza, a las cuatro de la mañana, riéndome. Con el termómetro debajo del sobaco y 39´6 de fiebre. ¿Quién será el desgraciado o la desgraciada que me lo ha contagiado? ¿Qué desgraciado se lo contagió a mi contagiador? Y así hasta llegar al chino primero de la China que lo tuvo y tal. Creo que este desvarío me salvó de un arrebato de locura producido por el miedo. Porque todo esto anterior no es otra cosa que miedo. Coño, que estoy en la mejor etapa de mi vida y ahora no toca desgraciarla, joder. Que sí, que soy un exagerado, que los hombres no aguantamos nada, y tal. Pero permítanme sentirme como me dé la gana, que para eso el que está aguantando ya más de 12 horas con más de 39 de fiebre soy yo.

Por la mañana, después de lograr dormir una hora y pico esa noche que se me hizo eterna, abro los ojos y constato: he sobrevivido a la locura. Y como casi todo desaparece, menos el amor (según dice Richard Ford), me pongo de inmediato a enviar wasaps a todos los seres queridos y compañeros que estaban preocupados. Les miento, edulcoro la verdad, construyo la mentira piadosa y les digo que estoy mejor. Define mejor, Salva: el cuerpo como pisoteado por un tanque, la cabeza como un bombo, las piernas al ir a orinar me tiemblan y acudo al váter como un bebé aprendiendo a andar y, por fin, menos de 39 de fiebre, en concreto: 38´3. Tengo hambre. Yo siempre tengo hambre. Si me comiera todo lo que mi hambre tiene, sería un tonel de persona. Pero soy coqueto y le miento a mi hambre. Voy a desayunar, creo que me hará recuperar fuerzas. Me preparo un café, me preparo dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. Me siento a desayunar en la mesa del salón. Oigo los pájaros posados en las palmeras que tengo enfrente. Doy el primer bocado, doy el primer sorbo al café. Jajaja. No me saben a nada. El café no huele, la mermelada de fresa no sabe a fresa ni a ninguna otra cosa.

Constato: claro, tengo un puto COVID de contrato. Un completo puto COVID tengo. No sólo fiebre, ahora también pérdida de olfato y gusto. Un puto COVID sin diagnosticar porque el test dio negativo el día anterior, pero yo ya sé que lo tengo en toda regla. Bueno, pero tengo hambre. Y me tomo el café en mi taza de BREAKING BAD (uno es friki hasta la muerte) y mis dos tostadas. Como es curioso esto de no notar sabores ni olores, voy a por unas onzas de chocolate. Sólo por probar, no es gula, qué va. Me como las tres onzas. Nada. No saben a nada. Es rara esta ajenidad. Abro la nevera y busco olores. Ni los tomates, ni las manzanas, ni los plátanos huelen a nada. Es como tener una distopía dentro de tu cuerpo, como si no fuera suficiente con la distopía que estamos soportando fuera, en la puta calle.

El médico que me atendió el día anterior me dijo que me hiciera un test por la mañana después de desayunar. Que lo mío tenía toda la pinta, me dijo. Pero que a veces en algunas personas tarda entre 24 y 48 horas en salir el positivo. Leo el prospecto. Sin gafas porque me las he dejado en el instituto. Cojo (y esto es tan verídico como mi fiebre) una lupa y lo leo. Me meto el bastoncillo por los dos agujeros de mis narices y prosigo las órdenes del prospecto. Que tengo que esperar 15 minutos para ver el resultado. Jajajajajajajaja. Mi positivo sale a los cinco segundos de verter el líquido sobre el aparatito ese del test. Sólo ha necesitado 5 segundos para decirme lo que yo ya sabía: el puto COVID ha llegado.

Voil!à!

Me paso la tarde entera con la fiebre sin bajar de 38. Soy incapaz de leer (y menos sin gafas), soy incapaz de verme una peli o un capítulo de una serie. La cabeza me estalla. Me cambio no sé cuántas veces más de camiseta. Zumos de naranja, mucha agua y fiebre, siempre la fiebre ahí de protagonista de todo esto. Capulla.

Bueno, la vida son trozos, ¿no? Pues esto es otro trozo que unir a mi puzle vital. Y a esa emoción continua del miedo, se le une (siempre que uno le pone consciencia) el hecho de que perpetuamente estamos marchándonos desde que nacemos. Bueno, sí, soy melodramático, qué le vamos a hacer. Puto COVID. Y que la vida siempre ha de apurarse.

Luego está la llamada a mis hijos para contarles. Porque al ser martes, me tocan y no va a poder ser lo de vernos ni hoy, ni los días sucesivos hasta que esto pase. Pero esa llamada me la guardo para mí. Y las emociones suscitadas, también.

(continuará)

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