Tras casi cuatro días con fiebres por encima de 38, el termómetro marca por primera vez 37,6. Me apetecería hacer una fiesta, pero las piernas apenas me responden. Es la alegría de lo fúnebre, porque uno después de casi cuatro días así ya no sabe ni dónde está ni lo que siente ni lo que padece. Todo emborronado.
La doctora, por teléfono, me dice que me da la baja. Que guarde reposo, que tome lo que me indicó el médico de urgencias y que ella me llama dentro de una semana. Que por favor me haga un test de antígenos el martes por la mañana y ella me llamará a mediodía y ya veremos cómo va la cosa. Que lo tengo fuerte y bien agarrado el COVID, me dice. No sé en qué se basa, pero me lo dice. A mí no hacía falta que me lo dijera, yo ya me estaba dando cuenta. En fin. Paso de entender los motivos de las mentiras de los médicos estos de hoy que te diagnostican sin auscultarte y hasta sin verte la cara. Es la misma doctora que el año pasado pasó de mí y de mi fiebre de 26 días seguidos y, al final, tuve que irme a urgencias para que me hicieran caso, porque ella decía que era un virus tonto y la fiebre eran restos de lo vírico.
Me quedo en casa, dónde voy con esta fiebre y estas pintas y este virus contagioso. En el peor momento: es casi fin de curso y cuando más trabajo tenemos en jefatura y yo más exámenes con mi grupo de tercero de la ESO. Los exámenes los envío por correo, me los imprimen en jefatura y me los hacen los profes de guardia. La compra de la comida me la trae mi amiga Bárbara, le paso la lista por el wasap. Ese wasap que me va a salvar del tedio, de la pena, de la soledad, de las ganas de llorar, a ratos, porque no siempre puedo leer los mensajes porque el dolor de cabeza me mantiene casi todo el rato con los ojos cerrados. Me siento un hombre convertido en marioneta, en una marioneta sin manos que le den vida. Ay, este Salva negativo que sale cuando menos te lo esperas. Es que si al menos pudiera leer. Pero la fiebre, el cansancio, el dolor corporal me impiden concentrarme entre las páginas de todos esos libros que me esperan en casa.
Por no contar ya los días que llevo sin ver a mis peques. Pero este dolor siempre me lo reservo, es sólo mío, nuestro, de los tres.
Pero, por fin, la fiebre ha bajado a menos de 38. Y entonces todo comienza a ser otra cosa. Me doy una ducha, otra más. Cambio de nuevo las sábanas de la cama. Abro las persianas venecianas de mi habitación y entra la luz del mediodía. Decido abrir todas las ventanas de la casa para que esta se ventile, para que eche al bicho ya de una vez. Intento comer algo, aunque sepa que no me va a saber a nada. Me hago un zumo de naranja, que ni huele ni sabe tampoco en mi boca. Preparar el desayuno me ha agotado por completo. Esos movimientos simples.
Y me tumbo de nuevo en la cama. Cojo un libro para intentarlo. Para que esta soledad rodeada de soledades sea menos angustiosa. Qué tonto se pone uno cuando se ve frágil, cuando el ser humano no es sino soledad (como muy bien decía Kundera en La fiesta de la ignorancia, creo recordar). Leo algunos párrafos de una obra de teatro que empieza a gustarme desde el principio. Esto es un buen augurio, pienso. Leer con ganas y que te guste lo que lees. Aguanto casi media hora leyendo. Dejo el libro al lado, me pongo el termómetro y cierro los ojos hasta que pite el aparato tres veces. Lo dejo pitar siempre tres veces. 37´4 marca. Bien, esto está bien.
Y así me paso el resto del día, aunque por la tarde ya puedo ver una película casi entera sin cansarme despistando al dolor de cabeza. Y acabo la obra de teatro que me deja entusiasmado.
Y así serán mis días siguientes. Soledad, silencio, febrícula, pastillas, comidas sin sabor, pedos sin olor, duchas gratificantes y un dolor en brazos y piernas que parece que me he pasado diez horas descargando un camión de melones (sé lo que es pasarse horas descargando un camión de melones: en mi adolescencia ayudé varias veces en el mercado donde trabajaba mi padre de guardia). También me veo algún capítulo suelto de varias series que tengo empezadas. No me engancha ninguna últimamente.
Con pudor nostálgico mando algunos tequieros a varias personas. Les contesto a sus mensajes diciéndoles que voy mejor, mucho mejor. Y luego, a las diez de la noche, siempre sus vocecitas al otro lado del teléfono. Esas vocecitas como espacio del mundo. Y a las once, la otra llamada diaria que me aporta seguridad, aplomo, alegría y amor a espuertas. La voz del amor que se ha puesto a trabajar y es infatigable, como en el verso de Éluard. Todas esas cosas en las voces de ellos que te hacen sentir que tienes algo perdurable.
Al final del túnel, siempre hay una luz.
(continuará)
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