Todas las historias están ya contadas. En literatura y en cine. Entonces, ¿qué hace a una obra diferente? El estilo, la forma, el exterior que recubre todo el envoltorio ya sabido y conocido. El lenguaje se puede reinventar (haciendo que el argumento parezca novedoso o contado de manera diferente) cuando el artista pone su empeño, su arte, su idiosincrasia o su impronta.
Sam Mendes lo hace aquí: nos regala una película cuya puesta en escena es lo que marca que esta historia bélica nos parezca diferente. No lo es en fondo, sí en forma. Más allá de sus trucos (que los tiene), más allá de que nos gusten o no las secuencias sin cortes (o que parece que no los tienen), la película es un ejercicio cinematográfico descomunal. Y, al mismo tiempo, ese ejercicio (virtuoso, manierista, de orfebre meticuloso y hasta obsesivo) se pone al servicio de una historia a la que le da garra, brío, nervio y, sobre todas las cosas, un suspense gigantesco (hay escenas en las que el espectador que yo he sido palpa el miedo y hasta se inquieta removiéndose en la silla porque sabe que algo va a ocurrir, pero no sabe qué y siempre llega el zarpazo que te coge desprevenido, aunque lo estuvieras esperando).
El horror de la guerra ya nos lo han contado muchas veces, la sinrazón y la injusticia, también. Pero pocas veces se profundiza en el asco, en lo que produce la aridez del barro, en la psicología del soldado o en la locura en la que se ve inmerso de pronto un chaval de no más de veinte años. Ni suele enseñar el cine la percepción del tiempo como ocurre en esta obra gigante y bella en el terror que narra. Porque aquí lo que ha engrandecido a todo el envoltorio (es una superproducción y se le nota en todas sus esquinas) es la cámara y la mirada de un director (en perfecta simbiosis la lente y el ojo) generando sentimientos a través de un estilo, si no innovador, sí poco visto o nada frecuente en el cine.
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