(Temporada 1, 8 episodios)
El universo tan particular de Álex de la Iglesia se expande. Con todas sus virtudes y también con sus mismos defectos. Pero, sin duda, hay que visitarlo siempre porque cada trabajo de este director es un pulso a favor de la imaginación donde lo desmedido acaba convirtiéndose en su principal magnetismo.
El brío, los tonos, el ritmo que este perspicaz director impone a las secuencias otorgan al género de terror épico un atrevimiento muy castizo, muy español y esto es lo que hace que la propuesta televisiva sea atractiva e, indudablemente, interesante. Porque lo que le gusta a este director es mixturar los géneros (pasando por “El exorcista” o por Carpenter, por poner sólo dos ejemplos claros) y regalarnos como resultado una comedia burda, pero también divertidísima, que homenajea con inteligencia y mucho amor al cine de Berlanga.
El problema de esta serie (a la que se le nota para bien que es una superproducción por la que HBO no ha limitado gastos) es la propia idiosincrasia del estilo De la Iglesia. Un estilo que fue admirable, estupendo, simpático y con su chispa de originalidad en películas hoy icónicas recordadas por todos nosotros, que las veíamos sabiendo que nos lo íbamos a pasar pipa, además de asistir a un poderosísimo retrato (esperpéntico, pero no menos real) de lo que somos los españoles y de por dónde cojeamos. Pero ese estilo lleva muchos años adoleciendo de un mismo error: no sabe equilibrar el exceso. A la portentosa imaginación fílmica del director el propio De la Iglesia no sabe ponerle freno cuando la historia lo necesita y esta se pierde, se diluye, se dispersa o, incluso, desaparece en demasiadas ocasiones. Esta serie no necesitaba ocho capítulos: con la mitad, quizá, hubiese bastado. Y el guion, coescrito como casi siempre con Jorge Guerricaechevarría, adolece de fallos, de personajes con fuerza que se diluyen, de situaciones repetitivas o de hilos argumentales que no aportan un equilibrio al argumento central y lo que se logra es una dispersión enredadora en la que ni personajes ni sus estimulaciones se despliegan como debieran. Aún así, este trabajo de De la Iglesia es de lo mejor que ha hecho en mucho tiempo. Hay aquí dentro secuencias logradísimas y de una fuerza descomunal.
Otro tanto en contra es el desequilibrado reparto de actores. En esta amplia galería, no todos están a la altura y en muchos de ellos (Miguel Ángel Silvestre es el más contundente ejemplo) existen unas carencias interpretativas que dan mucho el cante y que se notan mucho más al lado de monstruos de la pantalla y de intérpretes de exuberante solvencia. Atentos al mastodóntico y genial Eduard Fernández: aquí no sólo su voz (que también), sino su presencia física, logran una interpretación inolvidable, de las mejores de una carrera plagada de grandiosos trabajos.
Habrá segunda temporada a tenor de lo que ocurre en su final. Esperemos (yo no me la perderé) que estos errores se subsanen y la serie logre ese equilibrio narrativo que merece la imaginación desmedida y brutal de un director tan particular y único como Álex de la Iglesia.
Expresas muy bien lo que significa esta serie. Alex de la Iglesia continua en su propia reinvención para convertirse él mismo en un género. Quiere ser Tarantino o Wes Anderson, gente que con ver unas pocas imágenes se le identifica. Tiene momentos buenos y momentos ridículos. Como siempre es genial en la idea original de partida. Siempre merece la pena ver lo que hace. Confieso que alguna vez no he podido terminar alguna de sus películas.