“VIDA OCULTA” (USA, 2019), de Terrence Malick
Me pongo a verla con prejuicios. Las últimas de este director no me han dicho nada, tan confusas todas ellas, incluida la alabadísima “EL ÁRBOL DE LA VIDA” (de la que disfruté momentos, escenas; pero me perdí en sus significados y profundidades. No conecté con ellos, la verdad). Sin embargo, en esta entro desde el principio. Me atrapa su belleza visual, esos encuadres casi siempre en planos medios de los personajes. Y me engancha la historia de este matrimonio agarrado con valentía y arrojos a sus convicciones y creencias. De hecho, comprendo y comparto y hasta me siento identificado. Se ha producido dentro de mí la catarsis, y la película comienza a emocionarme en cada escena: mis ojos la respiran y hasta la suspiran. Malick vuelve a potenciarlo todo con esa trascendencia tan suya en cada átomo de lo que narra. La música (bellísima siempre) también acompaña muchísimo cada rincón del plano. Es un director que cuida hasta el más mínimo detalle. La película es larga, se reitera muchas veces y por eso es imperfecta, pero esta vez (repito) no me importa porque estoy sobrecogido: mis retinas están atrapadas en la hermosura de un cine (el de este Malick que me ha secuestrado) que me ofrece belleza en los meandros que se interponen entre unos principios y la causa que los determina. La imagen es siempre reflexiva y yo como espectador estoy todo el rato dentro de ella. Me remuevo y conmuevo, sí. Me llega profundamente esta radiografía de la fe en tiempos convulsos y complicados de tan oscuros e inexplicables. Y la acabo sintiendo que es una película necesaria siempre, pero más en tiempos como estos en los que la sinrazón intenta autoimponerse por los caminos de la estupidez humana. Qué dos personajes (interpretados con magia por dos actores completamente desconocidos para mí) más hermosos tiene esta película.
Las tres horas se terminan y, sí, reconozco que Malick desconcierta y apabulla, que su manierismo puede llegar a ser remilgado y hasta caprichoso en sus lirismos. Sin embargo, esta vez se lo perdono todo: he visto una película profunda que me ha calado hasta el tuétano.
“EL OFICIAL Y EL ESPÍA” (Francia, 2019), de Roman Polanski
A FAVOR: el tema (que es atrayente), el tratamiento fílmico de cine de siempre (del mejor cine clásico político), el uso de la alegoría, la reconstrucción histórica (muy cuidados fotografía, vestuario y dirección artística), que aparezca Emile Zola (aunque sea de forma tan esquemática), se nota que está rodada con cierta pulcritud en los detalles, el tono thriller que va cogiendo poco a poco la historia. En definitiva: película de factura impecable. Jean Dujardin tiene presencia y me recuerda a muchos de mis actores preferidos de las películas en blanco y negro (aunque poco puede hacer el actor ante un personaje tan plano y con tan poco matizado).
EN CONTRA: el tratamiento de los personajes (todos son planos, todos; se limitan a cumplir una función y no tienen entidad personal e íntima que nos los haga cercanos, creíbles, humanos. El guion se limita a dividirlos en buenos y malos. Algunas inflexiones en el protagonista hay, pero pocas, escasas, insuficientes). El uso de los flashbacks mete en la película un ritmo cansino porque no están bien insertados y aportan muy poco. Se nota DEMASIADO que Polanski quiere hablar de sí mismo buscando una redención personal.
El resultado es una película que funciona a ratos, por escenas sueltas (hay algunas muy buenas). Una obra que llega a ser tediosa y sin ritmo en demasiados momentos. Es fría, una película que parece que intenta todo el rato conseguirlo, pero que en realidad no tiene energía nunca, excepto en su segunda parte donde sí que parece que el brío cobra cierto protagonismo, pero la película ya está agonizada por culpa de una palabrería excesiva anterior que ha profundizado poco en lo que debería haberlo hecho.
No obstante, no es una película mediocre ni mucho menos. La he visto con ganas y aunque me ha dejado más frío que otra cosa, no me arrepiento de haberla visto.
“LA VERDAD” (Francia, 2019), de Hirokazu Kore-eda
Me da igual que no sea una obra maestra ni incluso una obra sobresaliente. Me da igual que sólo sea una película notable (y esta lo es por muchas razones). Me da igual. Aquí dentro están Katherine Deneuve y Juliette Binoche haciendo de madre e hija. ¿Se le puede pedir algo más a una película? Yo, desde luego, me conformo con eso (con ellas). Ambas son lo que son: dos iconos del cine francés de dos épocas diferentes, con trayectorias tan ricas como variadas. Dos monstruos que la pantalla adora, dos actrices que admiro y ante las que me quito el sombrero SIEMPRE, SIEMPRE, SIEMPRE.
Kore-Eda les escribe un guion con muchas capas que, aunque le falte brío y cierta pasión en la realización, tiene dentro un drama familiar (disfrazado de metaficción) que me transporta hacia emociones internas diversas. Veo una obra menor llena, sin embargo, de energía y magia. De esas películas que ves todo el rato con una sonrisa en la boca. Sorprende que un director japonés sepa metamorfosearse en alguien occidental y haga este homenaje tierno y luminoso al cine francés, pero olvidando (menos mal) el tono pedantorro de algunos cineastas galos.
Es una película nostálgica, narrada como una fábula que parece tener dentro un condimento pequeñísimo que, sin embargo, hierve estupendamente conforme van pasando los minutos. Y la sinceridad de sus emociones brotan para convertirse en otro de los retratos humanos de este director que tan bien sabe captar los interiores complejos de todos nosotros. Aquí, por ejemplo, el tiempo y la memoria que nos hacen seres frágiles, condicionados o cargados de rencores y frustraciones. Pero hay más. Porque es una película que juega en varios niveles. Se habla de las imposturas, de las divas del cine y de cómo construimos internamente la realidad para sobrevivirla mejor.
No es un Kore-eda perfecto y sublime, pero es Kore-eda al fin y al cabo. Y al final, con esa sonrisa puesta desde los títulos de crédito iniciales, uno la acaba adorando aún más a las dos actrices y sintiendo que la discreción y la serenidad (tan orientales) del cine de este director japonés se ha hermanado en bonita simbiosis con el francés.
Posdata: el grupo de actores secundarios está perfecto. Acompañan con sutileza a las dos grandes damas y las hacen aún más grandes y bellas.
“LA JALOUSIE” (Francia, 2013), de Philippe Garrel
Me reconozco fan(ático) del cine de este director. Sus historias, contadas con tanta ligereza como gracia y más poso del que aparentan, me llegan siempre. Las veo sonriendo todo el rato (aunque el drama que llevan dentro muchas veces me congele esa sonrisa) y sonrío porque me encanta ver a los personajes de Garrel tan indecisos, deambulando incansablemente por las calles parisinas o subiendo y bajando escaleras que los llevan o los sacan de los minúsculos apartamentos o buhardillas en los que viven, hablan, retozan y follan. Me congratula con mi ser interior comprobar que los personajes se contradigan, se equivoquen, la caguen y se hagan daño a sí mismos inconscientemente, pero acaben siempre sobreviviendo que es de lo que se trata cuando respiramos cada día.
Me hacen mucha gracia los vaivenes emocionales de todos los personajes “garrelianos”. Me alucina el blanco y negro de muchas de sus películas, que me lleva a rememorar ese cine francés de la nouvelle vague que tanto he idolatrado y que ocupa un lugar privilegiado en mi memoria cinéfila. Me emociona este cine magnético, que se bebe en un suspiro (sus películas no suelen llegar casi nunca a los 80 minutos). Me llegan las obsesiones de un director empeñado en radiografiar de manera etérea (a veces yo diría que hasta incorpórea) las agitaciones y los trastornos sentimentales de personajes de los que acabo enamorándome en todas y cada una de sus películas (los masculinos y los femeninos, conste). Y me estimulan las historias, narradas sin ínfulas y con mucho tacto (tan naif ese tacto que hasta parece no pensado de espontáneo que resulta). Y siempre, siempre, hay internamente una lucidez y una línea esperanzadora en la que vivir resulta de lo más hermoso, aunque sucedan pocas cosas en sus historias y, sin embargo, todo parezca estar en juego.
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