El gran cine de este director va creciendo película a película. Su cine tiene cada vez más prestigio crítico, pero no lo trata así todavía el gran público, que parece que no lo hubiera descubierto todavía. Sus películas rezuman clasicismo en las formas, es cine como pausado y contemplativo, pero no hay que despistarse porque detrás de sus imágenes siempre hay una buena historia con poso y mucha denuncia. No es nada simple lo que relatan todos sus filmes y no debería engañarnos su aparente refinamiento naturalista despoblado de excesos formales.
En esta última, parece que Gray quisiera hacer sus “400 golpes” particular (los chicos no roban una máquina de escribir, pero sí un ordenador) y adopta la forma de relato de la infancia cuando esta ya da sus últimos estertores y los zarpazos de la vida nos obligan a hacernos adultos. Hay en este espléndido retrato de la nostalgia (situado en un barrio de Queens en los años 80 y, por tanto, en plena era Reegan, época en la que los EE.UU. cambió, inexorablemente, para siempre) algo más: Gray nos fotografía su particular manera de entender la familia como institución con códigos particulares en una América muy concreta que el director retrata a base de pequeños detalles que chisporrotean, de pronto, en escenas cotidianas que acaban sumando mucha honestidad dolorosa y un profundo retrato del sueño americano roto.
La mirada del niño protagonista está puesta en una familia que representa tanto el ayer como un nuevo hoy que olvidará sin remedio ese pasado que formó parte de la construcción de un país poderoso, pero tan falso como resbaladizo. Las mejores escenas de la película son las familiares o las conversaciones con el abuelo (el espléndido Anthony Hopkins); en ellas, Gray da rienda suelta a su memoria y, al mismo tiempo, nos retrata un país hipócrita, repleto de rencores y con valores morales más que discutibles. Esto último también se relata espléndidamente en las escenas del colegio privado donde matriculan al protagonista para que enmiende su conducta o en las escenas de los padres del niño, que forman una desmitificación aterradora de ese sueño americano. La crítica está servida y Gray nos la muestra sin aspavientos y con situaciones donde los afectos van calando poco a poco dejando poso profundo y una película extrañamente inolvidable (de esas que uno se ve pensándolas mucho tiempo después de haberlas visto).
“ARMAGEDDON TIME” es cine grande y hermoso en el que la nostalgia y la tibieza expositiva acaban convirtiendo la película en una de esas que destilan aroma clásico por sus cuatro costados. Esto es cine adulto, sobrio y sutil. Una equilibrada propuesta que deja manar a un guion primorosamente escrito y mejor ejecutado. Y donde lo subterráneo acaba aflorando como sedimento y manantial temático de altura e importancia considerables.
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