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“BARDO, FALSA CRÓNICA DE UNAS CUANTAS VERDADES” (México, 2022), de Alejandro G. Iñárritu




Hay en esta desmesurada película secuencias o escenas que tienen dentro genialidad, tal es su potencia visual, su esplendoroso intento de bucear en lo supuestamente singular, su aliento artístico (que lo tiene, oigan). Y tanto es así que su también desmesurada duración a mí esta vez no me ha molestado ya que he disfrutado muchas de esas secuencias, que surgen cada poco tiempo y eso hace que no te aburras de lo otro (luego comento esto). Es decir, uno ve esta película como si entrara en una exposición de videoinstalaciones en varias salas y va caminando de una a otra encontrándose proyecciones alucinantes en lo individual, pero sin entender qué aportan al conjunto, si es que esto es un conjunto de algo que no sea egotismo a espuertas de un artista con ínfulas y que busca, a toda costa, lograr un lugar en el olimpo felliniano o plagiar “LA GRAN BELLEZA” de Sorrentino, o calcar las intenciones de aquella otra maravilla que fue en su momento (y aún perdura) “ALL THAT JAZZ”, de Bob Fosse.

El problema es LO OTRO, o sea, la INTENCIÓN de esas proyecciones: ¿qué aportan a lo que importa? Es decir, al argumento, a la trama, a la historia, al trasfondo de todo, al sentido final de una obra. Porque yo aquí veo que lo que falla, además de un estomagante egocentrismo autoral (de esos que generan repulsa y hasta risa), es que el señor Iñárritu se pierde dentro de su ombligo y nos regala, en mitad de esas genialidades visuales o bellísimas metáforas sensoriales, una nadería fría, un revoltijo de agudezas que no alcanzan unas intenciones hacia algo concreto que no sea un monumento a la pretenciosidad autocomplaciente. Aquí dentro toda esa belleza (que se palpa y disfruta, esto es verdad) no está enchufada a nada. Y, claro, al final, la belleza que he estado saboreando me deja frío, absolutamente impávido e indiferente.

Hasta cinco veces (cinco) aparece el nombre de Iñárritu en los títulos de crédito. Un autor con autoría total, parece querer decirnos, como si viendo su película no nos hubiéramos dado cuenta. Al final, me queda la sensación de que lo único que le importa a este artista es crear una extravagancia y eso no me parece mal, siempre y cuando eso me aporte algo o me deje huella por algún lado: es decir, que me toque las fibras sensibles y esto no lo logra tampoco. ¿Y por qué? Porque cada momento de belleza nos aparta de la esencia de la trama que se conjetura y consigue una mortal incoherencia, unas incompatibilidades artísticas, y hace que yo me pierda y no logre conectar con las supuestas sensibilidades, con las presumidas extravagancias o con los jactanciosos recuerdos que presumiblemente se han pretendido inmortalizar. Su procurada filosofía vital no termina por aparecer nunca.

Y, sin embargo y como digo más arriba, sus casi tres horas no se me han hecho largas. Y esto se debe a que yo he conectado con su pericia cautivadora, con su ametrallamiento como obra visual en la que se explotan técnicas cinematográficas pocas veces vistas en una pantalla. Hay escenas que nunca olvidaré. Y con esto me quedo.

Señor Iñárritu, su talento queda aplastado por las elevaciones de su ego. Qué pena. Aunque yo espero, de nuevo, ESA OBRA suya que acabe por convencerme y emocionarme del todo. Igual, si se baja de su trono, algún día me la regala. Quedo a la espera.

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