Año: 2019
Páginas: 89
Género: novela
Editorial: Candaya
Su extensión inclina a que te la bebas de una sentada. Cuando hincas tus ojos ávidos en la primera página, compruebas que vas a leer despacio. Aquí dentro, las palabras son un torrente de profundidad perturbadora que adoptan la forma del soliloquio (y en algunos momentos, de monólogo interior, sin llegar a serlo del todo). Dos voces, dos perspectivas, dos mundos, dos maneras de supervivencia. Y detrás: la vida.
Cada capítulo, que sólo tiene un punto final, se convierte en una vomitona demencial e hilarante, pero lúcida y esclarecedora, en la que nos encontramos la poesía como reflejo, la filosofía como entendimiento, la prosa como delirio y la palabra como salvación (y condena). Pasado y futuro unidos por un presente manchado de pesadillas, de rencores, de arrepentimientos, se secretos que acaban estallando. El lector, mientras tanto, pasa las páginas sobrecogido, enganchado a esta familia que es como todas, pero un poquito bastante más herida por culpa de las decisiones y de las ausencias.
La tragedia se masca en cada frase, las heridas se respiran tras cada coma de la prosa, la alternancia de las dos voces muestra el anverso y el reverso, pero también la reinvención, de unos hechos que hierven con cada pensamiento y en cada enunciación de los personajes.
Y al final, la prosa descarnada dibuja un ambiente entre alucinado y consciente que acaba por ayudar tanto a los lectores (que respiran al conocer y comprender los horrores) como a los personajes, que encuentran su redención en esa descomposición de la palabra vomitada.
En tan sólo 89 páginas se cuecen con brillantez temas como la identidad, la memoria, madurar, las relaciones entre padres e hijos o los demonios que nos corroen las entrañas. Y Alejandro Morellón, libro a libro, se convierte en un narrador poderoso y versátil y al que apetece (mucho) seguirle la pista.
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