(Polonia, 2018),
Cuando ocurre el milagro en la pantalla, uno solo puede estar agradecido a la vida por haberlo educado en el amor hacia el cine. Películas como esta son las que te hacen comprobar, de vez en cuando, que uno no se equivocó aquella vez que supo, para siempre, que dedicaría gran parte de su vida a mirar fotogramas.
Esta película es un milagro. Es belleza, poesía, enredo visual y magia en todas sus texturas (y tiene varias, muchas, plagadas de hallazgos visuales para contar algo ya sabido pero que resucita en el milagro de lo que parece nuevo. Y lo es). Te llega, y sabes que será para siempre, su conmovedora manera de mirar una historia de amor arrebatada. Te llega, y sabes que acudirás a verla muchas otras veces a lo largo del resto de tu vida, esa manera de contar una cámara que sólo sabe de captar gestos, miradas, detalles, sensaciones…que se convierten en escenas gloriosas e imperecederas. Te llegan, y sabes que has asistido en primera persona a un fenómeno prodigioso, la música (variada y tan bien escogida), el delicioso blanco y negro o el tiempo asfixiante retratado como telón de fondo de toda la historia.
Y la terminas y…te quedas leyendo y escuchando ese ruido, tan privilegiado, de haberte topado con una película ya clásica e inmortal.
Posdata: desde que descubrí a Michelle Pfeiffer, nunca otra actriz me había deslumbrado tanto hasta hoy: la fotogenia de Joanna Kulig es el metamilagro que regala a todo lo demás la más pura esencia de lo que en realidad es el cine (el buen cine): BELLEZA con mayúsculas.
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