En 2016, Woody Allen rodó su primera serie para televisión. En realidad, es como una película suya dividida en seis partes de 24 minutos de duración, así que se ve en un rato.
Como aspectos negativos, destacar sólo dos: por un lado, la construcción de los personajes, que son planos a más no poder y están muy alejados de la complejidad psicológica de los grandes personajes de sus obras maestras. Y por otro, el retrato de época (años 60) que Allen pretende radiografiar es también bastante pobre y está hasta demasiado descuidado.
Pero esto es Woody Allen. Y Woody siempre tiene algo que nos va a enamorar y logra que pasemos un estupendo rato: la serie adopta el género de comedia pura, comedia ligera y hasta naif. Un claro homenaje a sus primeras y atolondradas comedias. Así que las carcajadas están aseguradas gracias, sobre todo, a unos diálogos maravillosos en su esperpento, gracias a una hilaridad descomunal en la verborrea de todos y cada uno de los personajes (ni uno solo de ellos, ni siquiera el más secundario o hasta de casi relleno, desentona en esta verborrea desternillante). A carcajada limpia he estado muchas veces, varias veces en todos y cada uno de los capítulos.
Hay que darle tiempo y dejarla arrancar, aunque ya te ríes en la primera secuencia de la peluquería. Y hay que darle tiempo porque si se lo das te vas a encontrar unos capítulos memorables en su loca comicidad (atención a tres cosas: el club de lectura que lleva la protagonista, sus sesiones de terapia con los pacientes y el último capítulo (glorioso) en el que la casa se convierte (literalmente) en el camarote de los hermanos Marx).
Una obra menor de Woody Allen (tan deliciosa como entretenida).
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