Es una película sensitiva, de las más sensibles que he visto yo en mucho tiempo, que bascula entre el retrato de diferentes amores (el familiar, sobre todo, pero también el sentimental o el instintivo y erótico). Hay en ella, también, un retrato íntimo del duelo que emociona a base de sutilezas y de escenas soñadoras que no lo parecen o que están rodadas para que el espectador añore que no lo sean. Sumemos las escenas íntimas, la de los roces y gestos o miradas del comienzo de una relación sentimental y que están rodadas con mimo, delicadeza y una verdad que estalla a borbotones gracias a la estupenda química de los dos actores que las protagonizan y que estallan siempre con toneladas de sensualidad y pasión: tímida al principio, y después, llenas de intimidad confiada, pero siempre todo desde el roce de lo efímero o de lo que es susceptible de romperse porque el amor es siempre frágil, sobre todo, si esa fragilidad viene de dos corazones rotos por los puñetazos de la vida y de la gente intolerante.
El director apuesta por la imagen poética, por dibujar cada plano con una fineza que juega siempre a través de la música y la fotografía admirables y que aportan tantos significados metafóricos y repletos de un misterio que se irá desvelando con doloroso encanto y, siempre, con punzante tristeza, de esas desolaciones que empapan al espectador, que contempla una película plano a plano inolvidable, de la que cuesta desprenderse (en mi caso, aún vivo en ella muchos días después de haberla disfrutado y, también, llorado). Toda ella es un grito de melancolía, de emociones, de soledades heridas y una apuesta artística siempre hipnótica.
El guion (magnífico, por cierto) es una bomba de turbaciones; habla del tiempo de luto y de cómo cuesta recuperar la salud emocional y relacional de las personas; pero también de los traumas infantiles o de la sociedad testaruda hacia las distintas maneras de amar. Los personajes (esos cuatro magníficos interlocutores de alteraciones y agitaciones) parecen estar maniatados por la incomprensión y por el dolor de la injusticia y soportan la vida como pueden en plena búsqueda de la salvación, aunque para algunos parezca imposible.
Para individualizar todo lo anterior, el director (que hace un trabajo brillante) necesitaba a unos actores dispuestos a desnudarse en cuerpo y alma y el cuarteto está impresionante gracias a uno de esos trabajos actorales que se forjan en miradas y silencios y en pequeños gestos que explotan todo un mundo interior repleto de dolores del alma. Todos merecían nominaciones a los premios importantes y en el caso de Andrew Scott, incluso ganar algunos de ellos con todo merecimiento: lo que este actor nos regala es una oda repleta de belleza en sus primeros planos: sus miradas desprenden tanto dolor que lastima contemplarlo.
De esas películas que se lloran toda la vida una vez vistas.
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