(España, 2019)
La autoficción que siempre ha estado presente en el cine de Almodóvar de forma subterránea o sutil, se convierte en “DOLOR Y GLORIA” en su magma narrativo principal. Relato real y experiencia ficticia se dan la mano como nunca en su cine. Y este logra engrandecerse de una manera sublime, profunda y estilísticamente desalmodovariana: si no fuera por sus actores, por los taxis, los colores y sus metarreferencias (de todo tipo), esta podría ser la película menos suya; y, sin embargo, es toda ella puro y ciclópeo ALMODÓVAR: aquí le vemos hasta las entrañas. Y hay mucha consciencia en el director: necesitaba de la confesión, no sé si para ajustar cuentas con el pasado (eso me da igual, sinceramente), pero sí para crear una obra gigantesca sobre la soledad, el dolor, los recuerdos y la depresión. La otra cara, la que nunca vemos los admiradores, de nuestros dioses artísticos. Detrás de la gloria, hay mucho dolor. Y toda una vida: la de un hombre terrenal que siente y padece como todos los hombres.
Que nadie se equivoque por los 20 minutos de arranque: son necesarios para crear el tono, las inflexiones y la vigorización contemplativa de una historia que luego irá creciendo para hacerse gigante y acabar en uno de los finales más hermosos que yo he visto en el cine. Nunca han estado mejor fabricados en las películas de Almodóvar los juegos temporales como aquí. La película se llena de escenas que son piezas del puzle de una biografía y cada una de ellas va tomando pulso hasta conmover y remover en la profundización psicológica del recorrido vital de una persona que monologa con el espectador para alcanzar la veracidad y el consuelo. Si no de la cura, al menos de la supervivencia autoconsciente como triunfo. Es la memoria como alivio. El cine como refugio, abrigo y protección.
Lo que siempre fue exageración en su cine, en “DOLOR Y GLORIA” es contención. Y el espectador entregado (yo lo he sido no por frikismo -que también- sino, y sobre todo, por simbiosis) acaba ungido de emociones profundas y sacudido por varias partes.
Esta película empapa porque hay VERDAD en ella. Y dentro está un Antonio Banderas descomunal (nunca ha estado mejor: sus registros aquí son totalmente desconocidos en su filmografía), cuya interpretación (llena de matices y de miradas o de inflexiones de voz sutilísimas) inunda toda la pantalla. Y es encomiable su generosidad con todos los actores con los que comparte escena y que brillan a su lado sin excepciones (para muestra, las escenas que comparte con Julieta Serrano). También hay una Penélope Cruz resplandeciente y un niño-actor inmenso. Una fotografía espectacular del mago de la luz José Luis Alcaine. Y todo, todo lo demás, cubierto por la estratosférica banda sonora de un Alberto Iglesias que ha sabido mimetizarse como nunca con la intimidad que desnuda uno de los mejores guiones de la carrera de Almodóvar.
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