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DOS INTERESANTÍSIMAS PELÍCULAS FRANCESAS


“EN BUENAS MANOS” (Francia, 2018), de Jeanne Herry


Una bomba de relojería emocional es lo que es esta hermosa y sensitiva película, que muy bien podría haberse empantanado en los terrenos de lo lacrimógeno pero que los sortea con elegancia e inteligencia debido a su puesta en escena: la sencillez y la veracidad, junto al realismo, acaban por erigirse en lo mejor de toda ella.

El tema elegido es complicado: la adopción. La película no se corta en mostrar que el sistema francés funciona muy bien, pero si esto es cierto, bravo por contarlo tal cual y bravo por cómo funciona Francia en este aspecto. La adopción en país propio se ve desde dentro, es decir, se radiografían todos los procesos internos por los que se pasa para que un bebé sea entregado a una nueva familia y la película lo hace sin moralinas. Esta sigue a todos los implicados (y se convierte en un cabal relato coral en el que TODOS los actores brillan con luz propia: está magníficamente interpretada), de los que conoceremos su trabajo, pero también su vida privada (mostrada con chispazos de genialidad en el que la elipsis logra inteligentes retazos de cada uno de ellos). Y lo mejor: la cámara no los juzga nunca.

Emociona, enseña, te conciencia y te muestra una realidad ajena, muchas veces, a nuestras vidas diarias. Y apuesta por exponer una verdad tan grande como un templo, pero que muchas veces parece que se olvida: en un proceso así, el que importa es SIEMPRE e INDISCUTIBLEMENTE el bebé. Y me quedo con cómo es atendido ese bebé para que en ningún momento sienta el vacío del desprendimiento nada más nacer.



“EN UN PATIO DE PARÍS”, de Pierre Salvadori (Francia, 2014)


Una mezcla de “AMANECE QUE NO ES POCO” y “AQUÍ NO HAY QUIEN VIVA”, pero todo a la francesa. De entrada, quizá, no molen estas comparaciones. Quizá.

Vayamos por partes: más que lo extravagante de aquella joya dirigida por José Luis Cuerda, donde pululaban una serie de personajes y de historias esperpénticos, aquí lo que nos encontramos son situaciones surrealistas vividas por unos habitantes de un edificio de París que soportan un precipicio existencial de la mejor manera que pueden.

En las dos primeras temporadas (las mejores, con diferencia) de la exitosa serie española, el humor protagónico servía, para entre otras cosas, desternillarte de risa por culpa de unos personajes-tipo que representaban con bastante mala leche las mezquindades del ser humano de a pie. En la película de Pierre Salvadori la alegría y las carcajadas se te van congelando cuando tras conocer la segunda escena en la que aparece cada uno de los personajes, percibes la tragedia de vivir con el agridulce aroma de lo que cada día vislumbramos en esta sociedad enferma que nos ha tocado soportar en el presente.

Me quedo con la ternura de un guion inteligente en el que prima un lenguaje que juega a inventar un sorprendente modo de narrar: las situaciones de humor (adornemos a ese humor con el adjetivo que queramos) dan paso a la metáfora. Una metáfora sobre el vacío existencial. Y cuando te das cuenta, a la media hora de película más o menos, comienzas a removerte en la butaca algo incómodo, porque te duelen las vidas de estos seres que entran y salen y se mezclan en el patio del título de la película. Y lo mejor: te duelen porque los entiendes. Aunque se estén ahogando en esa retirada dentro de sí mismos en la que no han podido evitar instalarse. Y como los entiendes, los amas sin juzgarlos. El trazo de esta perfecta escritura con la que ha sido pintado el guión tiene un nombre: matiz. Y donde mejor se nota es en los personajes de Deneuve y Kervern, inmensos en sus caracterizaciones.

POSDATA: qué personaje más curioso (necesita una película sólo para él) el del ladrón de bicicletas.

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