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“DRIVE MY CAR” (Japón, 2021), de Ryûsuke Hamaguchi



La Belleza hecha cine. Esto de entrada. Esta película de tres horas de duración la ves como en un suspiro de agradabilísimas sensaciones. Es cine hablado, del que tiene diálogos tan bien construidos que parece que la escuchas como cuando tienes una conversación encantadora con alguien a quien empiezas a querer, bien sea por amistad o por sentimientos más fuertes.

Cuecen lento su drama y sus misterios internos, con esa lentitud parsimoniosa que no la da el aburrimiento, sino aquello que necesita cocinarse a fuego pausado. Puede que por ello muchos espectadores no logren engancharse o pierdan la paciencia, pero se estarán perdiendo una historia maravillosa repleta de capas y capas de íntimo discurrir sobre nuestras emociones, nuestros dramas intrínsecos, nuestra memoria o el legado que nos dejan los seres amados que ya no están con nosotros y donde memoria y traición se convierten en pilares fundamentales de todo el entramado narrativo, que aquí es filigrana y prodigio.

Al director japonés le gustan los efectos emocionales sin recurrir a la trampa o la manipulación de otros efectos. Por eso su cine acontece siempre entre las conversaciones que mantienen los personajes. Aquí dentro, además, dos historias se cruzan y se retroalimentan la una de la otra y viceversa: la íntima del director teatral y la de la obra “Tío Vania”, de Chéjov, que preparará y luego ensayará y llevará a cabo ese director que deambula herido y sin inspiración cuando muere su musa. Y a esas dos, habrá que sumar una tercera, la de la conductora que lo lleva a los ensayos y luego lo devuelve. Y, por si fuera poco, la película adapta un relato de Haruki Murakami. El resultado es un desplazamiento (o viaje) contemplativo en el que el azar y las eventualidades de la vida toman protagonismo dejando al espectador embriagado de tanta belleza percibida y escuchada.

Es una película profundamente humana, su narratividad cautiva a medida que se van sucediendo las escenas en un in crescendo continuo y cada vez más intenso. Apabullan sus emociones siempre contenidas y, sin embargo, también siempre en perpetua efervescencia esas turbaciones radiografiadas. Al final (vaya última hora nos regala esta película) uno respira deslumbrado ante una historia que, en realidad, nos estaba contando que todos sentimos lo mismo, que nuestros interiores toleran las mismas carencias, que nos pasamos la existencia buceando para tratar de encontrar eso que perdimos y que no sabemos lo que es, pero que nos borró de la memoria el camino con las respuestas para ser medianamente felices.

Dos seres, interpretados maravillosamente por Hidetoshi Nishijima y Tôko Miura, se han topado en mitad de la vida y ambos nos regalan a los espectadores rendidos un exquisito periplo por el dolor, los deseos y los arrepentimientos del pasado que les impiden estar en paz en el aquí y ahora. Lo que les tocaba descubrir es que la vida quizás les tenía reservado la grata sorpresa de la compañía mutua. Acompañados, toda soledad herida se sobrelleva mucho mejor.

Tras ver cuatro películas suyas, confirmo que el director japonés Ryûsuke Hamaguchi es un cineasta mayúsculo. Lo adoro. Quiero más películas suyas.

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