(Suecia, 2008), de Tomas Alfredson
En el cine de género es muy fácil caer en ciertos clichés o amaneramientos que se convierten en tópicos universales y reconocidos por todos y que dan como resultado películas inanes y absolutamente olvidables. Por eso, la existencia de una exquisitez como “Déjame entrar” sorprende al espectador que se introduce en una sala esperando ver una película más de vampiros. El film sueco es, digámoslo de entrada, la mejor contribución que ha dado el cine fantástico en mucho tiempo. Una “rareza” en los tiempos del cinevideojuego y de las posmoderneces vacías que se realizan para el consumo masivo de púberes a los que se les presuponen altas dosis de animalismo mental.
“Déjame entrar” no es cine popular y, sin embargo, a poco que uno sea mimoso con esta película, verá en ella la capacidad de persuadir las complacencias de toda clase de espectador. Su manera de contentar a todos es la sutileza y el disimulo, pues hay dentro de ella una catarata desprendida y muy generosa de sugerencias que la convierten en un film en el que lo oculto se erige en el más fantástico protagonista. Y el público advierte, muy complacido, que no se atenta en ningún momento contra su inteligencia.
El periplo afectivo que emprenden las dos almas solitarias que protagonizan la historia interesa, y bastante, sobre todo porque es la excusa para hablar de otras muchas cosas. “Déjame entrar” es una película sobre el final de una etapa vital donde están a flor de piel los miedos más inherentes del ser humano. Hay hermosura, crueldad o llagas hirientes mostradas con una intensidad dramática en la que predomina un ritmo cadencioso y hasta etéreo, que envuelve todo dentro de una atmósfera onírica cargada de dolor, de tristeza y de pesimismo. Los contrastes de la estupenda fotografía refuerzan estas impresiones y juegan con las convenciones para despedazarlas: aquí lo nocturno es la salvación, el lugar para los encuentros de los dos seres solitarios; mientras que la hiriente luz diurna (matizada por un angustioso espacio blanqueado por la nieve) se convierte en el territorio para mostrar las miserias humanas.
Hay otra rara virtud en esta siniestra y, a la vez, hermosa película: constantemente lo insólito invade la cotidianidad: lo raro penetra en lo normal (un niño que empuña una navaja, una piscina cubierta donde se practica el acoso escolar, la nieve manchada por gotas de sangre), y de ahí surge lo inquietante y, quizás, lo que más perturba: los objetos y los espacios renuncian a ser lo que consabidamente presuponemos y se convierten en algo que produce angustia, agitación y alarma.
La sensibilidad contemporánea con la que Tomas Alfredson pinta esta narración convencional de vampirismo (usando todos sus clichés, pero sin quedarse sólo en ellos y utilizando una gramática diferente), da un peculiar punto de vista tan innovador como subversivo y moderno. Sus variadas lecturas, todas mostradas con la glacial belleza nórdica muy en la onda bergmaniana, hacen de “Déjame entrar” un film único y complejo (pero que da gusto digerir). Puro lenguaje cinematográfico, aunque su procedencia sea literaria.
Oskar y Eli, los niños protagonistas, inician un camino desesperado en una realidad que busca otra muy distinta y que queda implícita y oculta casi siempre, pero persistentemente parece querer exteriorizarse. El viaje que ambos emprenden está empapado (de manera inevitable) por el peculiar halo de exasperación romántica que aparece en las mejores fábulas sobre vampiros. Y la película se convierte, por eso mismo, en una bella e inusitada delicia para paladares exigentes. Hay que verla para degustarla. Merece la pena gozar su digestión.
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