El Sambre es un río europeo, un afluente por la izquierda del río Mosa, que discurre por Francia y Bélgica. Por varias zonas de ese río y alrededores, se estuvieron cometiendo violaciones a mujeres durante treinta años. Treinta años tardaron las autoridades judiciales y policiales en atrapar al violador. Todas las violaciones tenían un mismo patrón. ¿Por qué entonces no se atrapó antes al abusador hijo de puta? Por dos fundamentales razones: porque el violador era un hombre normal, con familia y muy querido por la comunidad y porque las autoridades hicieron francamente mal su trabajo durante tres décadas.
La serie es un monumento narrativo y fílmico en todos los sentidos sobre los que se la quiera analizar. Pero su poderío reside, sobre todo, en dos pilares morrocotudos e incuestionables:
· Su narratividad exquisita y sublime: cada episodio está narrado desde el punto de vista de un personaje diferente y en una época (año) también diferente y que recorre esos 30 años de invasiones y asaltos a mujeres (incluidas adolescentes menores de edad).
· El reparto es sencilla y explosivamente colosal. Todo el elenco (incluidos los actores que salen en una única escena) está maravilloso. Todos y cada uno de los actores logran llenar la pantalla de una autenticidad y verdad que acaba emocionando todavía más al espectador. Incluido el asco que produce el violador (que el espectador conoce desde el minuto uno).
La serie es un thriller (a lo “true crime”) modélico, pero también diferente a lo que estamos acostumbrados. El suspense no es lo que aquí importa (acabo de comentar que se conoce al agresor desde el principio, por tanto, la serie no va de descubrir quién es el que comete los crímenes sexuales); aquí el guion analiza en profundidad por qué un violador pudo estar actuando impunemente durante 30 años. Y la ética se erige como el baluarte principal de una serie que, por una vez y a lo grande, se pone del lado de las víctimas para comprenderlas y verlas en su día a día durante décadas (y deja muy claro que los traumas -varios, no uno- de las víctimas están presentes de manera crónica: lo que vivieron es imposible de olvidar y de superar y ha condicionado sus vidas por completo). Es increíble la cantidad de fallos que se cometieron desde la primera agresión cometida (1988) hasta que el agresor fue detenido en 2018. Treinta años de traspiés y dejadeces, apatías o desganas por parte de los investigadores, policías o jueces. La serie no se corta en mostrarlos, sin incidir directamente en la denuncia y deja que sea el espectador el que asista atónito a ese compendio de errores.
Esa ética de la que he hablado antes convierte a esta serie en una de las más honestas que el espectador que soy ha contemplado. La serie gasta un guion y unos diálogos veraces, justos y dignos a más no poder. No hay manipulaciones ni la serie se recrea jamás en el morbo: las víctimas están tratadas con tacto, delicadeza y buscando siempre hacerles justicia, dándoles voz, escuchándolas hasta en las impotencias múltiples que sufren.
Técnicamente es, también, una serie sublime: fotografía, diseño de producción (decorados, maquillaje, peluquería, vestuario, banda sonora a través de canciones), montaje y ritmo narrativos están cuidados hasta en los más mínimos detalles. Y logran que el espectador se enganche y quede atrapado y no pueda dejar de ver los capítulos seguidos y ventilárselos casi de una sentada. Es, digámoslo sin cortarnos, una serie ambiciosa tanto temática como estructuralmente. Y que nos descubre un retrato social que viene a gritarnos que los infiernos están en los lugares más insignificantes y que tengamos cuidado con lo que cada uno de nosotros esconde debajo de las alfombras.
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