(Coproducción entre España-Suiza-Alemania, 1958)
“El cebo” nunca fue, desde su gestación, una película corriente. Y no lo fue por varias razones. La que primero nos viene a la mente es la de no explicarnos su nacimiento en una cinematografía como la española, que en aquellos años deambulaba por terrenos muy alejados de la propuesta de Ladislao Vajda. Y eso que el régimen franquista se había iniciado en cierto aperturismo y participó, como el caso que nos ocupa, en algunas coproducciones europeas aportando dinero y técnicos de renombre y probada eficacia. También se podría pensar que un guion de estas características no fuera aprobado por la temible censura; sólo si pensamos en la ceguera, incompetencia y torpeza sobresalientes de esta institución (demostrada en tantas ocasiones) podemos llegar a comprender el milagro que supone la existencia de este magnífico film.
“El cebo” fue en aquellos años una película atípica en nuestra cartelera. Tanto es así que hoy día se la reconoce como el primer thriller moderno europeo, la iniciadora de una corriente que bebía del film noir americano. También se han visto en ella huellas de Fritz Lang (sobre todo, de “M, el vampiro de Düsseldorf”), del impresionismo alemán y hasta reminiscencias del clima desasosegante del estilo del maestro del suspense, Alfred Hitchcock. Todo eso está muy bien. Pero esas referencias no deben hacer que nos olvidemos de la verdadera esencia de una película que habla, de manera magistral, de un mundo inocentemente dormido que está empezando a despertarse. Para ello utiliza un tono de fábula (inquietante y sombrío) que habla a la vez de un ogro y de las miserias humanas. El lobo de Caperucita como reflejo de un adulto que jamás debió crecer. Porque “El cebo” nos ilustra sobre una sociedad putrefacta, al mismo tiempo que nos advierte que todos tenemos que estar alerta. Es inusual también la localización para una historia de suspense: los cantones suizos aparecen como compendio de la armonía y la serenidad, una parábola del mundo inocente perseguido por la perversión.
La película de Vajda juega siempre al ocultamiento (y eso que como espectadores conocemos al “malo” casi desde el principio, dándonos la ventaja de ir por delante de las investigaciones policiales). El director nos inquieta sin mostrarnos sangre o cadáveres, deja que todo quede en nuestra imaginación. Es por ahí por donde se barruntan los mejores logros de un film que incomoda al espectador, ya que, más que compasión o turbación, “El cebo” provoca impotencia: por un lado, conocemos la identidad del ogro y no podemos hacer nada para pararlo; y, por otro, nos plantea algunos dilemas morales con respecto al héroe (el inspector), un hombre que actúa con una profesionalidad en la que conviven la irregularidad y la obsesión. La existencia de seres como los que aparecen en la película ha determinado la transformación de los terrores colectivos de la sociedad contemporánea. Es aquí donde Vajda y su guionista Dürrenmatt se mostraron modernos y visionarios; y, por ello, “El cebo” no ha perdido vigencia: nació ya como un film ostentosamente vivo y perdurable.
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