El estreno de esta película supone que el Séptimo Arte nos devuelve a uno de los grandes maestros del cine de animación. Los que adoramos, veneramos, reverenciamos, idolatramos, admiramos y/o amamos sus películas (TODAS en mi caso, sin excepción alguna) estamos de enhorabuena y este estreno supone un acontecimiento.
Entro al cine emocionado, con mis dos hijos (uno a cada lado, ellos también adoran el cine de este director y se saben su nombre japonés desde bien pequeñitos) intuyendo, reconociendo, que quiero ver OTRA gran película miyazakiana, sabiendo que me voy a encontrar una serie de temas y rasgos de estilo que son tan propios como inmutables en el cine de este artista, uno de los más coherentes que conozco y donde el enigma o las incógnitas, lo confuso y enredado, la perfección o la hermosura y lo turbio y enigmático nos van a estallar dentro de nuestras cabezas y emociones. Y así sucede desde el minuto uno: el universo desbordante de imaginación miyazakiano sucede desde las primeras secuencias (incluido el tema de la ausencia/pérdida de la madre, una obsesión constante en el cine del director japonés, como todos sus admiradores sabemos) y la pantalla se llena, otra vez, de MAGIA cuando todo lo que sucede no es sino DOLOR POR LA AUSENCIA. Y toda la película se empapa de ese dolor y se llena de metáforas y mundos oníricos que bucean en la psique de un chico que ha perdido su andamiaje principal. ¿Cómo se supera eso? Nunca se supera y sólo (que no es poco) nos queda aprender a sobrevivir con ello, aceptando (o no) la realidad que nos toca. Y de esto va la película. Pero, claro, tratándose de Miyazaki lo que a resumidas cuentas parece fácil argumentar, se puebla en la pantalla de mundos dibujados que aparecen con colores radiantes y, al mismo tiempo, nos muestran su reverso: la contrariedad o discordia y lo brutal y hasta lo cruel. Porque del mundo se aprende siempre de sus dualidades: lo bueno y lo malo frente a lo bello y grotesco. Y Miyazaki nos quiere decir siempre, en todas y cada una de sus películas que, si no quieres quedarte atrapado en el dolor, hay que saber traspasar o franquear lo grotesco y lo horrible que la vida nos pone a cada poco delante. En este sentido, “EL CHICO Y LA GARZA” parece un vademécum de su cine anterior.
Su cine es, no obstante, enigmático, confuso en muchas ocasiones, repleto de referencias orientales que se nos escapan por aquí. Ese mundo que sale en su cine nos obliga (y esto es también un milagro) a reinterpretarlo y lo podemos hacer desde muchos puntos de vista y desde variadas paráfrasis y/o explicaciones. Cada uno, según su bagaje o según la carga de su mochila emocional, dará o tendrá una explicación al mundo que ha visto en la pantalla. Y esta es también la riqueza del cine del director japonés: su multiplicidad, su mixtura, su cóctel de traducciones posibles.
Y sí, caigo subyugado ante la belleza de las imágenes una vez más, ante ciertas secuencias mágicas y esplendorosas en composición y matices. Entro de lleno en el mundo que nos propone otra vez Miyazaki y concibo una introyección con el chico protagonista, que es ese proceso psicológico por el que hago propios (aquí de manera consciente, pero también inconsciente) los pensamientos, rasgos de personalidad y emociones suyas.
Y, sin embargo, no he sentido el estallido de otras veces. A ver cómo lo explico: en esta ocasión, la película de Miyazaki no me hace aplaudir entregado a la magia del arte, a la magia de obra única e inmortal, a la magia de obra señera e imprescindible. Lo he estado pensando varios días después de verla: no es que me haya disgustado, al contrario: esto es puro Miyazaki. No obstante, y quizá por lo repetitivo de su argumento (aunque vinculado a un mundo onírico diferente, claro está) nada dentro de ella me ha sorprendido. Sí me han deslumbrado el oficio artístico, los colores, el diseño de personajes, la banda sonora…, pero la historia como que ya me la sabía y esto era como un otra vez de nuevo (casi) lo mismo.
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