AÑO: 1995
PÁGINAS: 223
GÉNERO: novela
La memoria es antojadiza y, además, es una percepción y, por tanto, como toda percepción, significa que la realidad ha quedado modificada dentro de ella porque nuestra mente ha retenido una ficción. Y si hablamos de ficción, nos estamos acercando mucho/bastante a la literatura. Y en esta diatriba está la gran Lydia Davis al ponerse a escribir su primera (y única hasta el momento) novela: quiere construir un pasado y cuando se pone a ello se da cuenta de que la memoria le sirve sólo como evocación, no como constatación. Lo que queda es reconstruir y eso se parece mucho a escribir una novela y, aunque una novela se pueda acercar mucho a la realidad, es siempre una invención.
De esta manera, redactar y rememorar se convierten en los principales elementos de una obra contada por una narradora de mediana edad que quiere trazar una novela (que acaba siendo la novela que leemos) sobre una historia sentimental que vivió hace muchos años con un hombre bastante más joven que ella. Los recuerdos y las meditaciones se van sucediendo de manera aleatoria, dispuestos de forma tan fortuita como alterada, tal y como recuerda nuestra memoria los hechos del pasado: en fragmentos y con desorden.
¿Qué surge y qué queda, entonces, para delite del lector?
Una novela gigantesca (de largo alcance y alto rendimiento artístico) que parece la radiografía de una obsesión, pero, al mismo tiempo, es también una aventura emocional en la que la mujer protagonista explora, examina y registra su mundo interior y, de paso, investiga sobre la verdad que llegó a ocurrir. Lo que narradora, autora y lector constatan (casi al mismo tiempo) es que todo recuerdo es un relato ficcional ya que la memoria siempre se confunde y nos engaña. Recordar y escribir, nos dice Lydia Davis (y ella misma constata para sí misma), se convierten en una molesta y dolorosa rutina humana.
Esta novela sobre el recuerdo atrapa entre sus páginas, como pocas narraciones consiguen, una experiencia metaficcional (quizá disfrazada de autoficción) que parece querer responder a la pregunta de si es viable escribir acerca del amor que se ha terminado. Lydia Davis se cuestiona, a la vez, cómo escribir, qué persona narrativa elegir, qué uso del tiempo darle a los asuntos tratados y, sobre todo, si sirve de algo dejar constancia por escrito de todo lo que ella cree que recuerda sobre lo que pasó y sintió. No encuentra respuestas. Pero el lector acaba sabiendo que la respuesta está en la novela que ha terminado de leer al cerrar el libro extasiado (así he acabado yo esta novela).
Lo que esta obra narrativa constata (de manera sublime) es que el amor muerto necesita su pertinente lenguaje, que las palabras de ese lenguaje tienen sus lindes o fronteras, que las expresiones no bastan para atrapar lo sucedido y, sobre todo, lo sentido a través de los hechos. Añadamos que los recuerdos aún enturbian y tergiversan ese lenguaje necesario para expresar casi lo inefable. Porque, ¿quién sabe explicar un sentimiento, una emoción o una pasión como el amor?
La narradora va engarzando situaciones, instantes, anécdotas. Ninguna de ellas es una pieza separada de un puzle. Todas son parte de un dolor, de un arrebato emocional, de unos sentimientos que creía olvidados y que, de pronto, la vida o la casualidad se los recuerda. Por esto mismo, la novela rebosa sus páginas de ira, de risas, de humor, de abatimiento o de melancolía. Todo ello con el estilo (incuestionable y único) a veces lacónico y siempre exacto, agudo o tan irónico en tantos párrafos, de una autora diestra, profunda y siempre inteligente.
“EL FINAL DE LA HISTORIA” es, finalmente, una novela sobre la intensidad del amor y las obsesiones que este nos acarrea, sobre el desconcierto y la anarquía vital que ocasiona el amor no correspondido, tanto en nuestros instintos como en nuestras cotidianidades. Hay en esta novela una exhibición (casi un desfile) de introversión enajenada, al mismo tiempo que hay acción transcendental o un juego metanarrativo en el que el personaje principal ambiciona escribir una novela que cuente, precisamente, lo vivido y lo sentido y que le ha dejado una huella imperecedera. El lector asiste embriagado y voyeur (como un espectador privilegiado) al interior de la mujer protagonista.
He visto a Kafka y a Perec en esta novela de una escritora norteamericana que escribe a la manera europea, con su tono transformador y esa propensión a reventar los preceptos narrativos que la caracteriza en sus relatos breves, donde es una maestra ilustre y que aquí, en su primera y única novela hasta la fecha, repite y refrenda.
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