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"EL PEOR CIEGO", de Raúl Jiménez





AÑO: 2019

PÁGINAS: 147

GÉNERO: novela


Comienzas a leer esta novela y enseguida quedas atrapado gracias a una prosa fluida, de una extraña finura y delicadeza narrativas. Yo he llegado a ella tras leerme entusiasmado un libro posterior a este del mismo autor (UN HOMBRE CON AGALLAS Y LA NARIZ MÁS LARGA DEL MUNDO”) y quise indagar más en el mundo ficcional de Raúl Jiménez, pues me atrajeron de su literatura el trazado psicológico de los personajes y una atmósfera peculiar que no llega a ser extravagante, pero sí rara en el mejor de los sentidos. Ambas cosas están en esta novela anterior, que me confirma que este autor tiene agallas y una potencia ficcional de primer orden en la que prima la sequedad y el lirismo a partes iguales y que me descoloca en varios tramos por su pujanza estilística y por cómo trata los temas que toca.

La atmósfera de esta novela empieza siendo como la de un western castizo, con tintes neorruralistas. Hay retrato y crítica de un mundo concreto, una realidad miserable y pobrísima en la que viven unos personajes restringidos y condicionados por lo que sufren o más bien adaptados por herencia, como diría el filósofo del XIX Auguste Comte cuando analizaba la sociedad alienada por un modelo de organización social que se convertía en un estado mental consentido (qué remedio) en esos seres humanos que vivían infiltrados en él. Esa radiografía de un mundo concreto que hay en “EL PEOR CIEGO” recuerda la atmósfera degradada e indigna de aquella obra magnética que inició la literatura tremendista allá por los años 40 del siglo pasado: “LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE”. Los hermanos y la madre, más la vida que soportan, de la novela de Raúl Jiménez tiene mucho que ver con el ambiente de la novela de Cela, o al menos a mí me la ha recordado, además de que pululan elementos del western (borrachos, un tren, el calor, el polvo de los caminos, un pueblo…, todo eso que suele estar en las películas de Sergio Leone). Luego, hacia la mitad de la novela, el autor da un salto hacia otro mundo y emprende un argumento en el que los personajes centrales (los dos hermanos) huyen de ese universo sucio y como del oeste cinéfilo en busca de una vida mejor, aunque lo hagan obligados por una extraña broma que les cuesta, como consecuencia, el “exilio” vital si no quieren ser castigados por la burla perpetrada. En ese punto, la novela estalla en realismo mágico y se convierte, de pronto, en otra cosa bien distinta.

A partir de ese cambio, el narrador en primera persona (que parece que se confiesa a su pareja como justificación de una vida que le da vergüenza en el fondo) cuenta unos años posteriores a aquel hecho y cómo ha sobrevivido a ellos. De la España vacía, saltamos a la España mundana llena de peripecias en eso de la supervivencia. Y, entre medias, el relato adquiere unos tintes religiosos que no son sino una deliberación intoxicada sobre la fe. Es aquí donde el título de la novela adquiere todo su sentido y uno piensa: qué bien titula este tipo sus libros, por Dios (lo mismo que pensé mientras leía el primer libro que llegó a mis manos de Raúl Jiménez).

Por la novela desfilan, y esto es uno de los puntos fuertes de la narración, personajes enormes, tanto los secundarios, como el protagonista o su hermano (que funciona como extraño antagonista). Con pequeños trazos y escenas concluyentes, Jiménez nos dibuja a sus seres ficcionales con una contundencia descomunal y estos quedan delineados como seres humanos complejos y con una psicología profunda que engalana la novela de temática diversa, atrayente y sugestiva. Por las páginas hormiguean y bullen asuntos como la terquedad de nuestras creencias, el miedo a la pérdida, la miseria social, el amor y la rivalidad filial o lo efímera que resulta a veces la vida.

Todo (personajes, trama y temas) fermenta dentro de la novela gracias a una prosa concisa, contenida y muy cuidada para que los excesos nunca chorreen y terminen empapando la novela de trucos o mentiras. Todas las piezas encajan a la perfección y nada sobra. El ritmo es endiablado, cortante, como si las situaciones cayeran por una rampa (de hecho, el lector se siente como si estuviera subido en un trineo a la manera de esas películas spielbergianas donde el ritmo parece estar poseído por un nervio infinito). La tensión se palpa desde las primeras páginas gracias a una prosa refinada e implacable, de frases secas y cortantes, que se lee como si fuera un relato, tal es la agilidad que se condensa dentro de las páginas.

Y lleven cuidado, lectores futuros: esta novela tiene sorpresa dentro. De las que lo amplifican todo una vez que la descubres. Y flipas, claro.



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