El western es eterno y esta película nos demuestra las infinitas formas temáticas que puede presentar. Jane Campion se saca de la manga una prodigiosa película en cuyo centro está la ocultación o contar sin contar apenas. Todo en ella es sugerencia y a medida que pasan los minutos de su metraje, el espectador va urdiendo en su cabeza todo lo que en realidad sucede en esta historia profunda en capas y tumultuosa en insinuaciones y resultados.
¿De qué va esto? Del ser humano esencialmente, pero revestido desde un tema único que luego se bifurca: el poder esclavizador de la sexualidad. La directora ya nos contó bastante de esto en su más famosa película (“EL PIANO”), y nos mostró lo buena espectadora que es en cuanto a psicología viril (allí había dos maneras de entender el sexo representado en los personajes antagónicos interpretados por Sam Neill y Harvey Keitel). Ahora, sigue buceando aún más en ese tema y nos regala otro personajazo maravilloso interpretado por Benedict Cumberbacht, pero desde la perspectiva del macho asfixiado por las convenciones y por la sociedad patriarcal y que se convierte en víctima de sus propias aprobaciones y consentimientos mamados de la sociedad represora en la que le ha tocado vivir. Además, esto lo sitúa Campion en el mundo cerrado, paradigma y molde representativo del cowboy arquetípico, con lo que las profundidades psicológicas que la película experimenta parecen tener mayor calado.
Es una película como sonámbula que acaba viajando a las interioridades de todos nosotros. Es tensa, hipnótica y lo narra todo con una delicadeza turbadoramente potente que obliga al espectador a recapacitarla cada minuto. Como ese perro del título y que se metaforiza en una montaña con forma de perro que nadie percibe, la historia que Campion nos muestra está construida a base de huidas que cargan con mucha fuerza contra lo presente. Así, el protagonista, aterrador y, finalmente, pobre ser humano, es, por encima de todo, una hecatombe, una carnicería psicológica dentro de sí mismo. Verdugo y víctima, bestia y mártir. Y de qué manera más sutil, inteligente y etérea lo muestra esta película tan sensible y tan compleja.
Alrededor del estupendo guion hay una envoltura de película gigante. Así, todo dentro de ella está puesto al servicio de construir algo inolvidable: fotografía, banda sonora, puesta en escena e intérpretes barnizan la historia y la convierten en trabajo cinéfilo notabilísimo, en película laberíntica en significados y poderosamente inquietante.
Mención aparte merece su actor principal: el estratosférico Benedict Cumberbacht, que nos regala una de esas interpretaciones descomunales que la historia del cine no va a olvidar, le den o no los premios (todos) que se merece un trabajo así. Este actor, solvente y gigante casi siempre, aquí es infinita contundencia con un personaje bombonazo, pero que hay que saber aprovechar y él lo consigue. Su aspecto físico, su manera de caminar o declamar los diálogos y, finalmente, su mirada, logran que el disturbio emocional que es su personaje se convierta en impecable milagro dentro de la pantalla.
Buenísima!!! Me ha encantado