Imaginemos una tragedia (de esas que provienen de la antigua Grecia, pero adaptada al siglo XXI). Imaginemos a un ser humano que comete un pecado y los dioses deben castigarlo. Imaginemos que a Luis Buñuel le hubiera dado por reencarnarse en un director que antes de esta película ya nos había puesto los pelos de punta. Imaginemos que, además, a ese nuevo Buñuel le hubiera dado por estudiar en profundidad el cine de Michael Haneke. E imaginemos que, pese a todas esas referencias, en Yorgos Lanthimos tenemos a alguien con estilo propio, único y tan hipnótico como perturbador. Pues eso es esta película-cumbre de un cineasta que no deja indiferente a nadie. Su cine (y esta película es una muestra más) es molesto, inquietante, travieso y violento (una violencia nada gratuita y que es una perfecta metáfora de la vida de hoy).
La puesta en escena -fría, magnética, seductora y, sobre todo, sugestiva- está al servicio de un guion magnífico y muy complejo, repleto de capas. Los actores están todos en estado de gracia (los pesos pesados y los jóvenes nuevos talentos): un Colin Farrell mejor que nunca a base de hieratismo y mirada fría, una Nicole Kidman que vuelve a saber estar en películas diferentes y osadas y que aporta tantas cosas en pequeñísimos gestos faciales.
Y luego está la historia. Una lectura superficial diría que es una película sobre la venganza. Pero yo me atrevería a afirmar que aquí TODO está puesto al servicio para hablar de la familia y sus mentiras. Y el resultado es una película gigantesca -no apta para cualquiera-, que atrapa al espectador de una manera escalofriante.
A verla, pues!