Treinta minutos que se hacen cortos y te dejan un sabor amargo porque la historia se termina abruptamente cuando mejor y más emocionante está. Es su único hándicap: esa sensación de que todo lo que cuenta (y que lo cuenta Almodóvar inmejorablemente) daba para una película ya que el cortometraje se queda escaso.
No obstante, más allá de esa extraña sensación, vamos a analizar el cortometraje como lo que es: una historia que dura 30 minutos. Y en este sentido, Almodóvar se marca una estupendísima declaración de amor al cine, a cierto cine, en este caso el que utiliza el género western (y al que el director homenajea en varias escenas). Hay, como era habitual en el Almodóvar de sus primeras películas (pero ahora rodado todo con exquisita elegancia de director sabio) unas ganas locas de asombrar desde parámetros no habituales, es decir, el director manchego quiere provocar y se atreve a meter la temática queer rompiendo con las convenciones del género. Quizá el verbo provocar no sea el más adecuado: estamos en el siglo XXI y algo se ha avanzado en cuanto a ver homosexuales como protagonistas en una pantalla. Así que empleemos mejor el verbo aguijonear (con sus sinónimos “incitar” y “estimular”), que es algo que a Almodóvar siempre le ha gustado hacer con su cine. Así, “EXTRAÑA FORMA DE VIDA” se convierte en una historia vigorosa, repleta de temas y asuntos, que está rodada con un amor gigantesco al celuloide añejo y al que este director nuestro le da sabor nuevo y una mirada inédita, sin apartarse nunca de las convenciones clásicas que el género ha utilizado con profusión. Y le sale una obra que da placer contemplarla, tal es la cantidad de matices y mordacidades.
Este cortometraje está fotografiado de manera formidable, la banda sonora de Alberto Iglesias es otra descomunal entrega de un artista pleno y siempre asombroso, el diseño de producción es perfecto y nos retrotrae a tantos y tantos westerns que conocemos todos. Y, por si faltara algo, tiene a dos actores magnéticos y magníficos interpretando a base de miradas y pequeños (y casi imperceptibles) gestos que dotan a sus personajes de unas profundidades emocionantes y emotivas, que el espectador agradece por lo que tienen de universales, pero también porque nos rediseñan y remueven los interiores, nos tocan el alma como sólo sabe hacerlo el cine. Así que nos encontramos con 30 minutos de gran cine, de una obra perfectamente orquestada por un director que es uno de los grandes, le pese a quien le pese. Sólo hay que ver cómo pone imagen al deseo, a la sensualidad, a la tensión sexual o al erotismo dentro de un único espacio (un rancho en mitad de la nada) para darse cuenta de que Almodóvar atesora experiencia, mirada, sabiduría y mucho arte entre sus retinas. Y otra muestra de cómo mixtura todo: en esos escasos 30 minutos están los disparos, las persecuciones a caballo, el sheriff, las calles de tierra o los enfrentamientos entre vaqueros y, entre medias de todo ello, el universo tan personal del director.
Lo dicho: qué pena que esto se acabe tan pronto.
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