Nos han retratado en el cine múltiples veces el paso de la adolescencia a la vida adulta. Muchas. Y en varias ocasiones de manera soberbia en películas hermosas, increíbles, inolvidables. Sorrentino eso lo sabe y no le importa porque él, que ha mamado mucho cine y que adora el que hizo Fellini, ha dicho: pues yo también voy a contar, en plan autoficción narrativa pero filmando, aquellos recuerdos que tengo. Y nos regala una (otra) película hermosa, alucinante, tan cómica como trágica (yo hasta diría que lo cómico aquí es una metáfora de lo dramático que hay detrás de cada escena, de cada secuencia, de cada personaje).
Es una película que bucea sin trampas en los temas que toca, mostrados con una sencillez y claridad que sólo son aparentes. Todo fluctúa en ella entre lo íntimo y lo emotivo y el resultado es una belleza napolitana que parece recrear o darse un paseo por el “Amarcord” felliniano. La pose de autor que Sorrentino tiene y con la que se recrea siempre a gusto, aquí parece dejarla a un lado dándole más jerarquía e importancia a los intestinos de la intimidad que le producen los recuerdos de esa familia que retrata con tanto mimo, agudeza y hermosura. Se nota que es una película muy personal, mimada desde el minuto uno. Las alegrías y las tristezas son mostradas con la estridencia de Sorrentino controlada, aunque no se aparta de lo grotesco y de la ironía. Hay siempre dentro de ella una fina línea muy transparente entre lo burdo, la tragedia, lo hilarante y lo delicado.
Crecer duele siempre y esta es la premisa más certera de una película encantadora que se atreve a regalarnos una balada de amor a los recuerdos, a la juventud y a Nápoles, sin que nos olvidemos que dentro también hay un homenaje preciso y precioso al cine italiano de siempre, al imperecedero. Y esta película también lo es desde ya. Bravo.
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