“UN ASUNTO DE FAMILIA” (Japón, 2018), de Hirokazu Kore-eda
Para los que llevan años diciendo que Kore-eda es un director demasiado relamido y cursi, que vean este puñetazo de película. Quizás cambien de opinión y comiencen a ver y comprender qué tipo de cineasta es el japonés. Toda la delicadeza de la que es capaz, aquí se sublima en un “in crescendo” memorable (su parte final te congela en la butaca ante lo que estás comprendiendo), y nos regala una sabiduría cinematográfica antológica para, una vez más, retratar las relaciones familiares como pocos saben hacer.
No es apta para todos, por supuesto. Su cine sutil necesita de la paciencia del espectador porque todo se cuece a fuego lento. Y si eres paciente, te encuentras con regalos siempre. Aquí te obliga a pensar y a posicionarte éticamente. Su desgarradora historia conmociona en su profundidad y dramatismo y porque es tan insólita que duele. Y me temo que me dolerá más cuando la piense cada vez que la recuerde a partir de ahora.
Lo mejor: esa cámara que se limita a mostrar y a comprender a los personajes sin juzgarlos.
Y no olvidemos que se llevó la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
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“LA VERDAD” (Francia, 2019), de Hirokazu Kore-eda
Me da igual que no sea una obra maestra ni incluso una obra sobresaliente. Me da igual que sólo sea una película notable (y esta lo es por muchas razones). Me da igual. Aquí dentro están Katherine Deneuve y Juliette Binoche haciendo de madre e hija. ¿Se le puede pedir algo más a una película? Yo, desde luego, me conformo con eso (con ellas). Ambas son lo que son: dos iconos del cine francés de dos épocas diferentes, con trayectorias tan ricas como variadas. Dos monstruos que la pantalla adora, dos actrices que admiro y ante las que me quito el sombrero SIEMPRE, SIEMPRE, SIEMPRE.
Kore-Eda les escribe un guion con muchas capas que, aunque le falte brío y cierta pasión en la realización, tiene dentro un drama familiar (disfrazado de metaficción) que me transporta hacia emociones internas diversas. Veo una obra menor llena, sin embargo, de energía y magia. De esas películas que ves todo el rato con una sonrisa en la boca. Sorprende que un director japonés sepa metamorfosearse en alguien occidental y haga este homenaje tierno y luminoso al cine francés, pero olvidando (menos mal) el tono pedantorro de algunos cineastas galos.
Es una película nostálgica, narrada como una fábula que parece tener dentro un condimento pequeñísimo que, sin embargo, hierve estupendamente conforme van pasando los minutos. Y la sinceridad de sus emociones brotan para convertirse en otro de los retratos humanos de este director que tan bien sabe captar los interiores complejos de todos nosotros. Aquí, por ejemplo, el tiempo y la memoria que nos hacen seres frágiles, condicionados o cargados de rencores y frustraciones. Pero hay más. Porque es una película que juega en varios niveles. Se habla de las imposturas, de las divas del cine y de cómo construimos internamente la realidad para sobrevivirla mejor.
No es un Kore-eda perfecto y sublime, pero es Kore-eda al fin y al cabo. Y al final, con esa sonrisa puesta desde los títulos de crédito iniciales, uno la acaba adorando aún más a las dos actrices y sintiendo que la discreción y la serenidad (tan orientales) del cine de este director japonés se ha hermanado en bonita simbiosis con el francés.
Posdata: el grupo de actores secundarios está perfecto. Acompañan con sutileza a las dos grandes damas y las hacen aún más grandes y bellas.
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