Es una película pequeñita, realizada con cuatro euros y dirigida con mimo, filigrana y sin aspavientos, pero también con mucha emoción y ganas de contar una historia aparentemente fácil, aunque en realidad es bastante compleja.
No se regodea en mostrar un estilo con ademanes ni filigranas vanguardistas: va a lo que va, es decir, a mostrar con fineza, modestia y mucha, muchísima eficacia, la vida de dos seres corrientes y anónimos, de esos que la Historia con mayúscula nunca saca en sus titulares ni en sus libros o enciclopedias.
Busca y bucea en los detalles, respira tranquila mientras muestra lo que narra y se agarra al magnífico trabajo de sus dos actores protagonistas. Su fuerza está en lo que no se dice, en los silencios de las secuencias y en los gestos y miradas de Emma Suárez y Roberto Álamo, que suman más silencios a los otros silencios. El resultado es de una belleza extraña, por momentos hasta un pelín surrealista. Es en esa mudez donde la película crece y se agranda aún más cuando la piensas.
No necesita una trama caudalosa, es poco lo que se cuenta; y, sin embargo, logra misterio y una enérgica aventura sobre el interior de dos personas que arrastran cada una sus propios enredos y carencias. Es en esas insuficiencias de los protagonistas donde está la clave de toda la película, que no es sino un retrato de dos soledades que se han encontrado de pronto en mitad de sus cotidianidades cuando ya todo parecía escrito y finiquitado en sus vidas rutinarias y hasta tristes, aunque aceptadas por ambos cuando las derrotas de la vida te dejan sin aliento y a merced del automatismo y la inercia.
Hay, finalmente, belleza en el retrato. Y esa belleza nos regala una película íntima, regocijante y hasta terapéutica.
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