77 minutos dura esta película. Una anomalía en el cine de hoy día. Y no necesita más minutos una obra que va a lo que va sin trampas ni cartón y que nos presenta las emociones de la vida, de la familia y de cada uno de nosotros con una humildad que todavía enternece y conmueve mucho más que su inmediatez y rapidez expositivas a la hora de contar una historia con bastante poso y médula. Y hay maestría narrativa a la hora de hacer el trazado de todos y cada uno de los personajes, que no necesitan más que una línea de diálogo, o un gesto o una situación simple para que los conozcamos por completo.
¿De qué habla esta película basada en la maravillosa novela gráfica de Paco Roca? De rescatar nuestra historia, de bucear en el pasado para soportar mejor el presente. Es una película que se hace grande en el uso de la elipsis, en los surcos y cavidades que deja para que el espectador los rellene. Hay tres hermanos y una casa familiar que han decidido vender, pero cuando van a ella para acondicionarla antes de traspasarla, vemos cómo cada objeto o cada rincón de la vivienda no son sino un combate frente al pasado, a la vida acaecida. Y un combate contra sí mismos de esos tres seres que son pura supervivencia, que es de lo que se trata cuando nos levantamos cada día para empezar nuestras cotidianidades. La lucha no queda sólo ahí: cada recuerdo es otra arremetida contra la quiebra generacional y contra esa deuda que contraemos con nuestros progenitores y que pocas veces sabemos cómo saldar.
La película de Álex Montoya ha sabido imbuirse del hálito de la novela gráfica y, como ella, juega constantemente con los flashbacks en un alarde de montaje rabiosamente bien alambicado y mejor resuelto. La frase con la que comienza la “ANNA KARENINA”, de Tolstoi, se puede aplicar muy bien a los seres humanos que pueblan la película: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Y ambas (novela y película) son un prodigio de aparato quirúrgico en el que prima siempre la contención y el freno (y cómo se agradece esto para evitar lo falsamente melodramático o el extremo de lo almibarado en el que con tanta frecuencia caen muchas películas que acaban siendo mentirosas para el espectador y para sí mismas). Añadamos un grupo de actores compacto y soltando naturalidad a borbotones.
No es una obra cumbre, ni un prodigio de maestría imperecedera. Pero es que cuando hay verdad en una pantalla, sobran los alardes y los mecanismos manipuladores para encontrar la esencia de la obra inmortal. Esta película es toda ella, de principio a fin, evocación y cercanía en su afectuosa y tierna intimidad. Y la ternura (de la que tanto necesitamos hoy) estalla en la pantalla para regocijo del espectador capaz de emocionarse con la estupenda danza del duelo que nos regala.
Otra muestra del buen cine español, oigan.
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