(USA, 1949), de William Wyler
A William Wyler hay que sacarlo del ostracismo injusto en el que ha sido metido. Con él ocurre un caso curioso: son más recordadas las películas que el nombre del director que las rodó. ¿Quién no recuerda “Ben-Hur”, “Vacaciones en Roma”, “La loba”, “Jezabel” o “Los mejores años de nuestra vida”? Por ellas se convirtió en uno de los directores más premiados de la historia del cine. Entonces, ¿por qué ese desinterés crítico o bibliófilo por tan importante figura? Es verdad que su cine puede ser “tachado” de academicista, correctísimo siempre, bien rodado y sin fallos. Pero, ¿desde cuándo es un defecto todo eso?
“La heredera” es uno de los grandes melodramas de todos los tiempos. Cine del grande. Cine de la emoción. Cine que emana rastro imperecedero y que aglutina dentro coordenadas sintácticas que han dejado su huella en el cine posterior. La cámara elegante de Wyler juega de forma didáctica con el espectador: muestra un estilo narrativo que es, al mismo tiempo, eficaz, brillante y profundo, con una serie de elementos (el uso de la profundidad de campo, las escenas tridimensionales con maravillosos planos medios y primeros planos, las escaleras como elemento dramático y como un personaje más) que no parecen notarse a primera vista, pero que dejan su estela en las retinas del espectador. Y este, cuando piensa la película, es consciente de haber captado varias lecturas. Y la disfruta más en su recuerdo. Porque “La heredera” es puro cine técnico, aunque la técnica no se advierta. Wyler, de forma magistral, consigue que el espectador permanezca imbuido en la trama, en los personajes y en lo que estos hacen. Pero la puesta en escena del director apela, siempre, a la inteligencia del público.
La película está íntegramente rodada en interiores y decorados y esta circunstancia contribuye a que sea más intimista, en afinidad con la historia que narra (una adaptación de “Washington Square”, novela de Henry James). El contenido melodramático está presentado, también de manera admirable, con la emoción auténtica que se aleja de la sensiblería y las situaciones más complejas nunca llevan el sello del exceso. La tensión dramática va in crescendo y la cámara recoge con intensidad el entramado de las relaciones humanas que sobrellevan una carga psicológica impresionante. A esto contribuyen unos actores en estado de gracia, que se entregan a sus personajes con esa verdad que traspasa las fronteras del milagro. Olivia de Havilland, Montgomery Clift y Ralph Richardson (que encarnan a Catherine, a Morris y al doctor Sloper, respectivamente), despliegan todo su formidable talento y nos brindan unas interpretaciones que llenan la pantalla de belleza.
En “La heredera” (que contiene uno de los finales más duros y crueles de la historia del cine), William Wyler urde una ficción que conmueve a cualquier tipo de público porque hay en ella verdad, una concepción del mundo que no necesita traducciones incomprensibles. Y porque sus fotogramas son lenguaje sin idioma.
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