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"LA NOCHE DE ARENA", de Trifón Abad

Actualizado: hace 1 día


“LA NOCHE DE ARENA”, de Trifón Abad

AÑO: 2024

PÁGINAS: 380

GÉNERO: novela

 

Adoro las novelas escritas para la evasión, pero que te obligan a analizar el presente. Y las novelas policíacas o thrillers que saben mantener una alta tensión y una intriga llena de giros inesperados, me ganan por completo si esa tensión y esa intriga están logradas o no buscan manipularme con engaños. Quizá esta pasión me venga de mis primeras lecturas, que me llevaron a descubrir a Agatha Christie con once años y hoy todavía me queda esa genética lectora de mis comienzos. Igual que descubría cada resolución enigmática de la escritora inglesa con asombro y altas dosis de extrañeza, hoy el lector adulto en el que me he convertido bucea para encontrar las mismas emociones que aquellas lecturas me producían. No siempre las novelas de este género consiguen que yo entre en ellas y las acabe, muchas las abandono a la mitad o al poco de comenzarlas porque enseguida les veo el esqueleto, los clichés o las trampas que me sacan de quicio o me desconcentran el placer lector.

La novela recién publicada de Trifón Abad la he devorado en tres sentadas. ¿Por qué? Porque cumple con mis expectativas y le añade, además, algo que a mí me gana siempre en un libro: que este me proporcione emociones, personajes reales que sienten y padecen de manera muy parecida a como yo siento y padezco mis cotidianidades. Es decir, “LA NOCHE DE ARENA” me ha regalado una literatura de género que va más allá del cliché de este tipo de obras. Y una sorpresa: hay dentro de la novela también un espacio no habitual en el género. Aquí, Trifón Abad se inventa una trama cuasi rural, desperdigada por una Murcia profunda, de pueblos y zonas colindantes que, a priori, no es el espacio esperado en un thriller; sin embargo, este sitio (que lo podemos encontrar en cualquier mapa de la región y donde aparecen zonas que yo mismo he visitado alguna vez), brota gracias al autor como posible y realizable y así de negro y corrupto o enfermizo como en cualquiera de las mejores novelas negras que he leído. Uno no echa de menos esas urbes nocturnas típicas del thriller que siempre son semilleros de depravaciones, ilegalidades y quebrantamientos de la ley. Todo eso mismo también te lo puedes encontrar en el municipio más pequeño que te imagines o en la zona más pacífica en la que pienses. El horror, el mal, están siempre al acecho de cualquiera de nosotros y en cualquier rincón del planeta, parece que nos grita Trifón Abad. Y cuánta razón tiene.

Pero la novela tiene más cosas interesantes y preeminentes. Por ejemplo, la trama. Es una novela a la que se le descubre desde el principio lo estupendamente hilvanados que están todos sus hilos argumentales, sus giros o sus sorpresas. La estructura final ha tenido que ser un verdadero caballo de batalla para su autor (porque es una novela con muchos personajes, muchos espacios y varias líneas argumentales), pero este sale victorioso de todas esas tramas secundarias que se van uniendo a la principal, y que es la desaparición de una adolescente. Todo queda perfectamente zurcido, no sobra ni le falta nada. Y eso que los juegos temporales, con constantes saltos del presente al pasado, son difíciles de manejar, pero en “LA NOCHE DE ARENA” todo es equilibrio, nunca se sobrepasa el escritor con alguna desmesura (muy habituales también en las novelas policiacas) y jamás percibes bajones en páginas de relleno porque estas no existen. Todo dentro de la novela es pertinente y, por tanto, sugestivo e ineludible.

Pero yo me quedo con los seres humanos que habitan dentro de la novela. Todos (aunque salgan una sola vez y parezcan irrelevantes) tienen un matiz psicológico que los alejan de los estereotipos o de los personajes planos. Es verdad que algunos, lógico porque estamos ante un thriller, simbolizan valores, rasgos, ideas o cualidades típicas y tópicas en el género, y, aún así, los ves moverse o dialogar como cualquier ser corriente (por cierto, qué buenos son los diálogos en esta novela). Por tanto, están construidos de modo verosímil: uno se los cree, incluso los reconoce o se siente identificado. Hay personajes secundarios magnéticos (Charo a la cabeza y hasta el perro Wolfe, que tantas cosas nos dice de lo que calla o padece su dueño), pero el protagonista (un tío cojonudo que se apellida como yo casualmente: Robles) es, sin duda alguna, mi preferido: entiendo a ese hombre, comprendo todos y cada uno de sus gestos, decisiones, extravíos o descalabros; y más aún, me acongoja su dolor inmenso, esa herida que arrastra como puede y que lo convierte en un superviviente nato, aunque en él la palabra “supervivencia” sea sinónimo de angustia y desconsuelo porque padece el mayor de los castigos que se le puede infligir a un padre: perder a un hijo. Es este un personaje memorable, su humanidad a borbotones aparece descrita en la novela no directamente, sino que se la percibimos en todos sus movimientos, gestos o palabras que pronuncia, pero también, y sobre todo, lo conocemos y entendemos mejor por sus contradicciones o sus defectos, que todavía logran que aparezca, ante los ojos del lector, aún más humano y frágil, y de ahí su autenticidad.

Una novela, en definitiva, adictiva, interesantísima siempre y que pone en primera línea algo que nos devasta y desconsuela: vivimos en un mundo (este hoy desolado y contagiado de enfermedades psicológicas varias) que necesita urgentemente una vacuna que lo cure, sobre todo, de esa crisis de valores que nos ahoga y donde la ética, la ternura o la empatía han desaparecido de todos nuestros diccionarios.

Enhorabuena, Trifón.

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