Xavier Dolan es un director peculiar. Joven y con talento. Siempre excesivo, como aquel primer Almodóvar, pero sin la parte cómica. Sus historias son siempre dramas trágicos a más no poder. Este trabajo es su primera serie y con ella ha anunciado su despedida, agotado del poco éxito comercial que tienen sus películas. No me creo esa despedida, tiempo al tiempo. Hay artistas cuyo egocentrismo les impide retirarse y Dolan ha demostrado ese ego a espuertas y quizá sea parte de su idiosincrasia como artista. Igual que lo de anunciar su despedida es, también, parte de ese ego.
No es un director que guste a todo tipo de público. A mí me carga muchas veces y otras he flipado. Pero siempre (repito: SIEMPRE) percibo en su manera exageradísima de entender el cine (y ahora la televisión) un algo impresionante que tiene que ver con su potencia expresiva, porque la tiene a espuertas esa potencia. Hay en esta serie, cuando el drama apabullante y excesivo estalla por todas las esquinas, de pronto, una manera de colocar la cámara, de poner música o de encuadrar la escena que te deja noqueado ante la belleza imponente que se desprende de ese instante. Y de esos instantes esta miniserie está repleta. Para muestra: la escena final con ese primer plano del cuello y las manos de uno de los protagonistas mientras llueve torrencialmente: es magistral en su potencia expresiva y en su energía artística.
Dolan rueda para fabricar metáforas de las emociones negadas. Crea ambientes que se retuercen y recargan hasta los extremos del exceso, sí; pero en todo ese exceso de la historia familiar de esta apuesta televisiva estalla lo que me atrevo a llamar ROMANTICISMO atormentado e inquieto y también angustiado y desasosegante, pero romanticismo al más puro estilo de comienzos del siglo XIX en plena actualidad; una oda constante a los sentimientos que todos y cada uno de los personajes tienen guardados dentro y que, cuando estallan, se adueñan de la pantalla para anegarla de exaltaciones, subjetividades en las que los yoes son como conciencias autónomas cuyos interiores heridos son lacras que los arrastran y los condicionan y por eso viven un presente en el que las lesiones y fracturas (físicas y emocionales) se han convertido en el alimento que los sostienen en la supervivencia. Porque sobrevivir es como portar un GPS y hasta un termómetro de todo aquello que queremos y no queremos en nuestras vidas y que nos guían o informan a poco que pongamos la conciencia en alerta. El problema viene cuando nos negamos esa conciencia.
Aquí están de nuevo la familia disfuncional, las madres excéntricas, las relaciones tóxicas de pareja, las drogas como recurso obturador y las ambigüedades sexuales no aceptadas. Todo esto ya lo habíamos visto anteriormente en todas sus películas. Son los temas que obsesionan a Dolan. Aquí se apunta al thriller psicológico que juega magistralmente con los tiempos (pasado y presente enturbiado por ese pasado) y la trama se sustenta en sacar del armario un hecho ocurrido en el pasado que ha desmembrado a la familia, aunque muchos de los miembros desconozcan lo sucedido. Y aunque el director aboga por el exceso, jamás deja lo verosímil y la realidad a un lado. Así, le sale una serie asfixiante (pocos espectadores estarán dispuestos a dejarse vapulear de esta manera), pero auténtica: todos los personajes estallan en credibilidad y el espectador entregado los comprende y puede que, incluso, los reconozca. El grupo de actores (todos) ayuda mucho a esta veracidad que la miniserie destila más allá de las superabundancias emocionales.
Así que sí: bravo, de nuevo, monsieur Dolan. He disfrutado (y me he emocionado) con su serie. Hay belleza en tantas escenas y tanta verdad en las miradas y en los corazones lesionados de los personajes, que yo los termino comprendiendo. Y le agradezco el ARTE visual que me ha regalado. No me despido de usted con un hasta siempre, sino con un HASTA LUEGO, porque no me creo su despedida y el cine necesita de artistas como usted.