Es una película importante, mucho. Hay en ella una estética que se encarga de atrapar lo inexpresable e indescriptible y de narrar (sin narrarlo directamente) aquello que resulta muy difícil de ver y mirar. Será una película que se va a analizar profundamente en los años venideros. Rompe moldes narrativos y reinventa el lenguaje conceptual cinematográfico. Y lo hace con conciencia, con razones estéticas cuyo rigor es incuestionable (aunque hay voces que la critican justo por lo que hay más admirable dentro de ella).
No es una película más sobre el Holocausto. Es una película sobre el Holocausto sin cotejo o analogía con otras que se han rodado sobre este tema.
Su brillante técnica descoloca, atrapa y acaba creando una angustia muy incómoda en el espectador. Dentro de ella hay dos películas: la que vemos y la que oímos. Ambas al unísono consiguen un escalofriante retrato de la banalidad del mal.
Lo que el espectador se encuentra es una casa espléndida y la vida cotidiana de todos los que se mueven dentro de ella y en los alrededores bucólicos y de ensueño (hierba, río, jardines, piscina, caminos por el campo). Una familia y sus quehaceres diarios más simples, esos que todos hacemos casi siempre a diario con una inconsciencia mecanizada: dormir, comer, jugar, darnos un baño relajante en la bañera, arreglar el jardín, recibir visitas, ir a trabajar. Todo se muestra con naturalidad, con una simpleza (muy estudiada) nada provocativa (a priori). Lo que pasa es que esa casa está construida justo al lado de un muro y ese muro la separa del campo de concentración de Auschwitz y la familia que la habita es la de un comandante de dicho campo. Y mientras la vida diaria y trivial de la familia sucede, se oyen de fondo gritos, trenes, tiros o el ruido que causan las chimeneas que expulsan humo y cenizas a todas horas. Y, entonces (y enseguida), el espectador se topa con el retrato de una de las más aterradoras normalidades.
Y el inmenso director Glazer consigue, por arte del arte y de la magia del arte que hay en su estupenda cabeza, algo que parece imposible: construir una película en la que lo grotesco jamás se muestra directamente y donde lo efectista y escandaloso no asoma de manera vulgar o manipulativa por ninguna parte. Glazer no trafica con los trastornos emocionales, ha utilizado la intrepidez formal con inteligencia artística Y, sin embargo, el horror está ahí y el espectador se incomoda, sufre, se refleja y comienza a reflexionar sobre muchas cosas, pero, y sobre todo, sobre la complejidad de la condición humana. ¿Qué hay en la cabeza y en los corazones de los miembros de la familia que vive en esa casa? Gente normal que no reflexiona sobre sus actos cuando actúan dentro de las reglas de un sistema. La banalidad de sus acciones que se convierten en intrascendentes, triviales, fútiles o hasta ligeras dentro del horror que hay generado en sus alrededores. En este sentido, “LA ZONA DE INTERÉS” es una de las películas más complejas de la historia del cine por cómo enfoca su tema central. Y así se convierte en una obra cinematográfica turbadora que va congelando al espectador que la contempla despavorido e incomodado. Una película que es puro estudio antropológico y una representación implacable sobre la condición humana. Y que cuestiona, indirectamente o no, la manera en la que el cine ha mostrado el Holocausto hasta ahora. A partir de ella, ya nada debería ser igual cuando alguien decida contarnos otra historia sobre este tema.
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